En septiembre de 1666
la capital inglesa sufrió el peor incendio de su historia. El fuego arrasó una
gran sección de la ciudad, reduciendo a cenizas casas, iglesias y negocios de
toda índole. La City prácticamente
desapareció por completo, dejando sin hogar a más de 100.000 personas. Pero
sobre las cenizas de este barrio se llevará a cabo una reconstrucción moderna y
racional, que pondrá a Londres a la cabeza de las ciudades europeas de su
tiempo.
Una
mala racha
Londres sufrió mucho
aquel año, pero eso era algo a lo que los ingleses ya estaban acostumbrados
desde hacía mucho tiempo. El país apenas se había recuperado del horror
desatado por la peste, una epidemia que se propagó como consecuencia de la
proliferación de pulgas y ratas negras, y que durante años había asolado
ciudades de Inglaterra y toda Europa. Se calcula que Londres perdió entre
70.000 y 100.000 almas a causa de la plaga. Por otra parte, la inestabilidad
política vivida durante las décadas anteriores a 1666 fue del todo abrumadora:
tres guerras civiles, un rey decapitado y un tumultuoso periodo republicano.
Londres había empezado
a recuperar parte de su esplendor tras tantos años de ruina y conflicto. El rey
Carlos II hacía poco que se había instalado de nuevo en su palacio de Whitehall, y con él volvieron los nobles
de la corte, muchos de los cuales habían huido de la abarrotada urbe por temor
a quedar infectados por la peste. A pesar de las enconadas quejas de los
predicadores católicos y protestantes, los teatros y las tabernas volvieron a
llenarse, consiguiendo que el populacho londinense olvidara parte del
sufrimiento acumulado durante años. Parecía que la ciudad empezaba a
recuperarse cuando el 2 de septiembre, poco después de medianoche, empezó a
arder una panadería en Pudding Lane,
una calle cercana al río Támesis.
Se
desata el infierno
Todo empezó en el
negocio de Thomas Farriner, un humilde panadero que durante toda su vida siguió
repitiendo que no se había olvidado de apagar el horno aquel día. El edificio
ardió con fuerza y pronto afectó a las plantas superiores. La familia consiguió
salvarse saltando a un tejado contiguo desde una ventana. La criada, paralizada
por el miedo, no reunió el valor suficiente para hacer el salto y murió cuando
fue alcanzada por las llamas. El Gran Incendio de Londres se había cobrado su
primera víctima.
Desarrollo del incendio por el barrio de la City |
Las llamas no tardaron
en afectar a los edificios colindantes. La City
era un barrio viejo, de calles muy estrechas, irregular y comprimido por
las murallas. Las residencias, de madera y paja en su mayoría, se hacinaban
unas con otras. Pese a que estaban prohibidos por las autoridades municipales,
abundaban los jetties: edificios con
una parte superior más ancha que la inferior, que prácticamente se juntaban con
los de la acera de enfrente.
Lo habitual cuando se
desataba un incendio era tocar las campanas de la parroquia más cercana, que
también servía como almacén donde se guardaban los útiles para incendios. Eran
los propios vecinos quienes debían de ocuparse de su extinción. Si los cubos de
agua no podían detener las llamas, lo más recomendable era demoler una hilera
de edificios tratando de hacer un cortafuego. Para ello se utilizaban hachas y
unos ganchos especiales conocidos como firehooks.
Lamentablemente, los vecinos de Pudding
Lane se vieron enfrascados en una trifulca sobre qué edificios debían ser
derribados. Nadie quería arriesgarse a perder su casa si las llamas eran
finalmente controladas, y después de todo, los incendios en un barrio con esas
características no eran del todo inusuales. Ante la falta de iniciativa, recayó
la decisión sobre los derribos en la mayor autoridad civil de la ciudad, el Lord Mayor de Londres, sir Thomas
Bloodworth.
El alcalde, molesto por
lo engorroso del asunto, no quería mojarse con la decisión y verse en un
posible pleito con los dueños de los inmuebles si luego las demoliciones,
finalmente, resultaban innecesarias. Optó por minusvalorar la situación,
desoyendo los consejos de los voluntarios contra incendios más experimentados,
y evidentemente las consecuencias no tardaron en aparecer. Para la madrugada,
gracias a la acción del viento que las azuzaba, las llamas ya se habían
propagado sin freno alguno.
Conocemos todos estos
detalles gracias a Samuel Pepys, cronista de la Inglaterra del siglo XVIII y
funcionario de la Marina, que acabó por convertirse en uno de los principales
actores en los sucesos de aquel escenario de pesadilla. Despertado forzosamente
por su criada mientras estaba en la cama, nada más enterarse de lo que estaba
ocurriendo, tomó una barca y navegó por el Támesis directo a la zona del
incendio. Sus ojos pudieron ver como la gente bloqueaba las calles y la orilla
del río tratando de salvar sus pertenencias, sacándolas a duras penas de unos
hogares que daban ya por seguro calcinados. No podía creer lo que estaba
pasando: nadie intentaba apagar el fuego.
Samuel Pepys puso rumbo
a Whitehall, el barrio de la corte,
donde informó de lo que estaba ocurriendo. Carlos II, preocupado por la gravedad
de la situación, lo envió de vuelta a la City
con un mensaje claro para lord Bloodworth. Debía ordenarle que se iniciaran
inmediatamente las labores de demolición. Pepys se encontró con un Lord Mayor sobrepasado por la situación,
histérico al ser consciente de su terrible error, y que era testigo de cómo las
labores de extinción poco podían hacer ya por detener aquella calamidad. Al día
siguiente, por orden del rey, el duque de York tomó el mando de la ciudad.
Entre los días 2 y de 5
septiembre, Londres vivió una pesadilla. Para los equipos de bomberos era
prácticamente imposible llegar a los focos más activos. Las multitudes se
agolpaban en las calles impidiendo el paso. Acceder al agua, a pesar de la
cercanía del río, era una tarea de titanes. Los aterrados ciudadanos
londinenses se refugiaban en las iglesias, esperando que sus paredes de piedra
les salvaran de las llamas, para más tarde abandonarlas al darse cuenta que
tampoco eran seguras. Por las calles empezaron a verse linchamientos de
católicos y extranjeros, a quienes se tenía por culpables. Se sabe que muchos
de ellos se ampararon en la casa del embajador español, el conde de Molena,
quién consiguió salvarles de ser apaleados hasta la muerte. El viento y el
efecto chimenea, favorecido por la estrechez de las calles, extendieron el
siniestro en todas direcciones, afectando infinidad de inmuebles.
El Gran Incendio de Londres, obra del pintor Philippe-Jacques de Loutherbourg. |
Las
consecuencias
A última hora del 5 de
septiembre, el viento dio finalmente un respiro, y se consiguió poner fin al
incendio. El panorama era completamente desalentador. Un total de 26 barrios
habían sido afectados, 15 de los cuales quedaron totalmente arrasados y de
otros 8 apenas quedaba nada en pie. Se había quemado una superficie total de
1,8 kilómetros cuadrados, donde ardieron más de 13.000 casas, 87 iglesias
(incluida la catedral de San Pablo), 52 sedes gremiales, e importantes
edificios como la Bolsa. Decenas de miles de personas quedaron sin hogar o en
una situación desesperada. Muchos lo perdieron todo, quedando completamente
arruinados al perder sus pertenencias y negocios. Una buena parte de ellos no
pudo recuperarse jamás, hasta el punto que se tuvieron que ampliar las
prisiones para albergar a todos aquellos que no pudieron pagar sus deudas
(muchos contratos obligaban al inquilino a seguir pagando aunque la casa no
existiese). Curiosamente, a pesar de la cantidad de daños, el número de
víctimas fue mínimo. Murieron entre 5 y 9 personas si atendemos a las fuentes,
aunque se sospecha pudieron ser más si tenemos en cuenta que muchos cuerpos
quedarían completamente calcinados por las llamas. A pesar de todo, era una
cifra completamente insospechada tratándose de una zona tan densamente poblada.
En cuanto a las labores
de reconstrucción, la tarea recayó en Christopher Wren, el arquitecto favorito
de Carlos II. Sus primeros planos muestran el diseño de una ciudad
completamente distinta. Una estructura radial con varias plazas y amplias
avenidas, un adelanto del urbanismo de los siglos XVIII y XIX. No obstante,
estos diseños no fueron aceptados por ser demasiado modernos, prefiriéndose
reconstruir el plano original aunque con un buen número de mejoras. Se
regularon por ley todo tipo de detalles arquitectónicos: la calidad de los
materiales, la altura de los muros, las distancias entre edificios, etc. Se
creó la Fire Court, institución que
debía resolver los procesos judiciales entre dueños y arrendatarios. Aparecerán
las primeras compañías de seguros con equipos de bomberos profesionales. La
reconstrucción, entre otras cosas, obligó a despejar las orillas del río para
evitar que éstas quedaran colapsadas por el fuego si un incendio así volvía a
repetirse. Con el tiempo, las calles de la City
volvieron a recuperarse. El mayor proyecto de Wren, sin embargo, fue devolver a
la catedral de San Pablo su dignidad. El estilo gótico del viejo templo ya no
volvería a verse dibujado en el perfil de Londres. Aquella era una nueva
ciudad.