La primavera nos deja
días muy especiales a los habitantes de la capital. Hace unas pocas semanas, concretamente
el dos de mayo, se celebraba el Día de la Comunidad de Madrid, fiesta regional
que conmemora el levantamiento del pueblo madrileño durante la ocupación
francesa. Sin embargo, este fin de semana nuestras calles se han engalanado
para un evento mucho más alegre y castizo como ningún otro: las Fiestas de San
Isidro Labrador del quince de mayo.
Nuestra fiesta
patronal, perfectamente representada en las pinturas del maestro Francisco de
Goya, es famosa por sus verbenas y romerías. La Pradera de San Isidro, en el
barrio de Carabanchel, se llena de puestos, terrazas y atracciones para el
disfrute de todos los vecinos y visitantes de nuestra hermosa Villa. Entre sus
arboledas y verdes prados podemos ver a centenares de chulapos y chulapas,
nombre por el que se conoce a quienes deciden engalanarse con las prendas más
típicas del Madrid castizo, bailando al son de la música y disfrutando con los
manjares que allí se venden. A muchos otros los encontraremos junto a la Ermita
de San Isidro, un pequeño templo construido sobre el famoso manantial del que
supuestamente brotan aguas milagrosas, que constituye uno de los elementos más
simbólicos de estas celebraciones.
Sin embargo, nuestra
festividad no se deja ver únicamente en este singular paraje. Las calles del
centro, en especial aquéllas que rodean los Jardines de las Vistillas, se
convierten al atardecer en un hervidero de gente dispuesta a divertirse y a
disfrutar de la vida como sólo aquí sabemos hacerlo. Dicen que Madrid es una
ciudad que nunca duerme y desde luego, a sazón de lo visto estos días, puede
que tengan razón.
Nuestro objetivo con
esta publicación es acercar al público algunas curiosidades sobre estas fiestas
y sus elementos más característicos, que puede que sean desconocidas para
muchos.
Baile a orillas del Manzanares, Francisco de Goya |
El
chotis, un baile muy europeo.
Aunque nuestro baile
regional es conocido por muchos, sus orígenes sorprenden a cualquiera. Se trata
de una danza centroeuropea, originaria de Bohemia, basada probablemente en un bailable
popular escocés. Tuvo mucho éxito en países como Francia o Alemania, donde
recibió los nombres de éxossaise y schottisch respectivamente.
En España fue conocida como
Polca alemana, y llegó a Madrid por primera vez el 3 de noviembre de 1850,
durante el reinado de Isabel II. Aquella noche se bailó por primera vez durante
una fiesta de palacio donde los músicos invitados tocaron aquellos ritmos que
triunfaban más allá de los Pirineos.
Esta música pronto fue
escuchada por todos los madrileños gracias a la proliferación de los organillos
que tocaban aquella melodía, alcanzando una enorme popularidad y convirtiéndose
en el baile más castizo. Como curiosidad, decir que el organillo fue
introducido por el italiano Luis Apruzzese, quién decide abrir un taller de
fabricación y reparación de estos instrumentos en el barrio de la Latina,
instalándose definitivamente en esta ubicación gracias al consejo del Maestro
Tomás Bretón tras una estancia previa en
Salamanca.
Unas
tontas y otras listas
No hay región que no
disfrute de su gastronomía propia, y para estas fechas en Madrid es muy típico
disfrutar de las riquísimas rosquillas de San Isidro.
Las “rosquillas tontas”
tienen su origen en el medievo, y se conocen con ese nombre al estar compuestas
únicamente por la masa. Por lo visto, la reina Bárbara de Braganza, esposa del
rey Fernando VI, las consideraba bastante insípidas, por lo que el cocinero
real decidió añadir a la receta almendras y azúcar, creando una nueva variedad
conocida como “rosquillas francesas”.
Por lo visto, las
“rosquillas listas” se las debemos al buen hacer de una famosa pastelera de
Fuenlabrada conocida como la Tía Javiera.
Ella decidió añadir azúcar y un toque de limón a la masa tradicional y muy
pronto su receta fue copiada por todos los pasteleros de la ciudad.
Las “rosquillas de
Santa Clara”, por su parte, fueron cosa de las monjas del Monasterio de la
Visitación, quienes cubrieron la masa con una capa de azúcar glasé.
Los
vecinos madrileños
En nuestras fiestas
populares hay quienes sobresalen por el resto gracias a su característica
indumentaria. Se trata de los chulapos y las chulapas, madrileños bien
arreglados con nuestras prendas más castizas. Son vecinos del barrio de
Malasaña o de Maravillas, quienes sobresalían como dice la RAE por “cierta
afectación y guapeza en el traje y en el modo de conducirse”. Ellos visten
sobre el pecho su chupa con un clavel
en la solapa, al cuello un pañuelo conocido como babosa, y sobre la cabeza la palpusa.
Ellas pasean con sus blusas y faldas de lunares, pañuelo con clavel en la
cabeza y sobre los hombros un buen Mantón de Manila.
Luego
están los manolos y las manolas, del barrio de Lavapiés y sus cercanías,
donde tuvo muchísimo éxito poner el nombre de Manuel a los recién nacidos,
pasando a ser conocido el vecindario por el resto de madrileños como el de los
Manolos.
Los
chisperos vivían en los barrios del norte, donde muchos trabajaban el
metal en alguna de las numerosas herrerías de la zona. De las chispas candentes
de la forja viene el apelativo de sus vecinos.
Madrid
siempre ha sido una comarca con gran actividad rural, y a quienes habitaban las
vegas y las tierras de labranza de las afueras los conocían como Isidros.
Por
último, tenemos a los majos y majas, nombre del s.XVIII con el que acabó
llamándose al pueblo llano de Madrid cuando se arreglaban para ir de fiesta.
Goya retrató a tantos de estos individuos en sus pinturas que a su atuendo de
redecilla, calzas, capote y sombrero apuntado también se le llama goyesco.
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