Autor colaborador: Guillermo García del Busto Miralles
Imagina una
sala de cine gigantesca donde cabe toda la humanidad. Imagina que la pantalla
es titánica y cubre toda la pared del fondo, desde el suelo hasta más allá de
donde alcanza la vista. Detrás de la pantalla, unos potentes focos que
proyectan, sobre la misma, las sombras de aquello que se cruce por delante.
Imagina las butacas ocupadas en su práctica totalidad, pobladas por personas,
eso que llamamos humanidad. La gente está atada a su butaca con cadenas y no
puede moverse, su cabeza atrapada entre dos tablas, una a cada lado,
impidiéndole ver el entorno, forzando a mirar la pantalla. De fondo, un
constante flujo de ruido, lamentos, insultos, risas, conversaciones… que dan
voz a las sombras de la pantalla. Imagina que de repente, entra una persona
andando. El ambiente es oscuro, como en toda sala de cine una vez ha empezado
la película. Esa persona tropieza con un espectador.
- ¿Qué ha ocurrido?- se
sobresalta el espectador.
- Disculpe caballero, me he
tropezado porque mis ojos aún no se han acostumbrado a la oscuridad.
- ¿Oscuridad? ¡Pero si se ve
perfectamente! Siempre se ha visto bien… Lo único que no veo es a la persona
que me habla, ¿quién eres, por qué no puedo verte?
- Me llamo Amaranta y si no me
ves, es porque algo impide tu visión. Podría tratar de remediarlo, pero de nada
servirá si tú no quieres realmente.
- Quiero verte, Amaranta, me
gusta tu voz. Haz lo que sea necesario… ¡Ay! ¿Qué has hecho?
- Perdona, he arrancado las
tablas que te impedían girar la cabeza, gírala ahora.
- Hola Amaranta, ahora te veo.
Pero veo mucho más. ¿Quién es toda esa gente? ¿Qué es este lugar?
- Son tus vecinos, nunca los
habías visto así, de hecho nunca los habías visto en términos estrictos. Son
esas personas con las que has compartido infinidad de conversaciones sobre lo
que ocurre en la pantalla.
- ¡Ssshhh! Un respeto, por favor-
interrumpe otro espectador-. Quiero escuchar lo que pasa.
- Quizá deberíamos irnos a otro
lugar para hablar, ¿qué te parece?
- ¿A otro lugar? ¿Es que hay otro
lugar que no sea este? Dime, Amaranta, ¿por qué iba a querer moverme, con lo
cómodo que estoy?
- Es posible que no quieras, pero
para no interesarte preguntas demasiado. Una persona con tantas preguntas en la
cabeza no puede quedarse quieta, ¿me equivoco?
- Lo cierto es que me intrigas,
siento mucha curiosidad, pero también sé que la curiosidad mató al gato, y que
la muerte es una mujer seductora. ¿Qué me garantiza que después de irme contigo
pueda volver aquí?
- Nada- responde secamente
Amaranta-. Si vienes conmigo, volver, volverás seguro, pero quizá ya no seas el
que hoy eres. Si no confías en mí, confía en tus preguntas. Ellas son poderosas
aliadas cuando les prestas atención, pero te torturarán vivo si tratas de
reprimirlas.
- Está bien, Amaranta. Llévame a
ese otro “sitio”. Por cierto, me llamo Platón.
- Eso, marchaos de aquí, dejad de
molestar a la gente- espeta otro espectador, impaciente, incómodo con la
conversación-.
Amaranta hace ademán de marcharse
hacia el fondo de la sala. Platón se levanta, da unos pasos, pero se para bruscamente.
- ¿Qué es esto, Amaranta? Quiero
seguirte, pero no puedo, algo me tira de los tobillos y las muñecas.
- Es el primer paso, Platón. Si
no te mueves, no sientes las cadenas.
- Cadenas… las tengo bien
sujetas, pero nunca me había fijado en ellas. Claro que nunca las había tensado…
¿Qué son? ¿Cómo me libro de ellas?
- Es difícil. Si no las veías ni
las notabas es porque estabas cómodo con ellas. No te sorprendas, la comodidad
que te brindan esas cadenas se debe a su propia naturaleza: están hechas con
todos tus prejuicios, rutinas, pensamientos irreflexivos y tradiciones. De
hecho, casi podríamos decir que son la comodidad misma en este lugar. Al menos
para los demás, porque para ti, Platón, ya es tarde, ya has visto de qué están
hechas, ya has visto que además de proporcionar comodidad, son un severo
límite. ¿Cómo romperlas? Sencillo de explicar, pero difícil de realizar: solo
tienes que desaprender lo que crees que sabes y conoces. Dicho de otra forma,
solo tienes que entender que, en realidad, no sabes nada. Vacía tu mente de
cualquier otra cosa, repite conmigo: “solo sé que no sé nada”. Que ese sea tu
único principio, al menos por ahora.
- Solo sé que no sé nada… Eso ya
lo he oído antes, no hace mucho creí escuchar a un viejo murmurar algo
parecido, pero enseguida le mandaron callar otros espectadores, creo que yo
mismo le chisté. Solo sé que no sé nada…
es duro interiorizar esto. Todo lo que he discutido con mis vecinos y
vecinas, todas las conclusiones a las que hemos llegado sobre lo que ocurre en
la pantalla, que es donde ocurren las cosas…
- Si notas que tu voluntad
flaquea, piensa en las preguntas, Platón. ¿Acaso puedes explicar por qué estoy
aquí, sin cadenas, hablándote de cosas que parecen locuras y de sitios que no
has visto, con los parámetros de lo ocurrido y lo discutido en torno a las
sombras de la pantalla?
- No, sin duda no puedo
explicarlo. Pero es duro, tengo tantos datos, tantas fechas, tantos hechos,
tantos nombres en la cabeza… Me sentía orgulloso de recordarlos todos. No había
quien me superase en las discusiones, porque para cada tema tenía a mi
disposición cientos de frases, modelos a seguir y conclusiones que me había
proporcionado la pantalla. Es más, ni siquiera podría hablar contigo si no
fuese por esta, aquí aprendí a hablar.
- Sombras, discutías sobre
sombras, tratabas de ganar charlas de salón con sombras e ideas
preconcebidas
que no son tuyas. ¿Nunca te has preguntado si lo que dices es correcto?
- Claro, pero mi memoria no suele
fallar, así que asumo que lo que digo es de hecho correcto: en la medida en que
repita exactamente lo que dice la pantalla, no puedo confundirme, es lo que hay.
Retrato la realidad como hace un pintor en un cuadro.
- ¡Largaos de una vez, locos!
- ¡Volved a vuestro sitio! –los
espectadores cercanos se ponen cada vez más nerviosos, un rumor empieza a
sobreponerse al sonido digital de la sala-.
- Tienen razón, debemos movernos
para seguir avanzando. ¿Quieres ver lo que hay detrás de esa pantalla, Platón?
Pues aprende, interioriza, asume que no sabes nada, que estás tan perdido como
tus vecinos. No, todavía más, puesto que crees que sabes y que tienes razón. No
tengas miedo a la incertidumbre, utiliza tus preguntas a modo de cizalla y
rompe tus cadenas. ¡Hazlo ya o vuelve a tu sitio!
Platón cae de rodillas, todo su
esfuerzo está volcado en la lucha que mantiene consigo mismo. A estas alturas,
la razón le dicta que siga a Amaranta, pero el deseo no quiere desprenderse de
las cadenas de la comodidad; la voluntad tontea con una y con otro, pero
finalmente se alía con la razón.
- ¡Se están deshaciendo, las
cadenas se deshacen!
- Otro paso más, Platón, otro
paso. Estás empezando a comprender.
- Entiendo, entiendo que no sé
nada, que no he parado de emitir opiniones sobre cosas, que he avalado y he
criticado otras opiniones, pero que todas ellas estaban basadas en algo
equivocado: unas cadenas que te limitan y te dan comodidad a la vez, unas
tablas que me impedían mirar y una pantalla que… ¿Qué hay detrás de la
pantalla? Cuidado, igual me estás engañando… ¿Por qué he de creerte a ti en
lugar de a la pantalla? ¿Qué hace a tu criterio superior? ¿Por qué estás tan
convencida de que hay otra cosa que las conclusiones a las que hemos llegado en
nuestras butacas y la pantalla que nos ha proporcionado el material para
discurrir? ¿Cuál es esa vara de medir que convierte todo lo que yo creía en un
gran montón de nada?
- Te lo mostraré, Platón. O al
menos lo intentaré. Sígueme.
La multitud de alrededor se
debate entre abucheos y aplausos cuando los dos protagonistas comienzan a andar
hacia la pantalla. La mayor parte de ellos se alegra de que por fin dejen de
interrumpir y se sienten aliviados cuando vuelven a escuchar sin interrupciones
el sonido que sale de los altavoces. Mientras se acercan al fondo de la sala, a
Amaranta y a Platón les llueven los insultos, primero solo uno o dos, pero a
medida que avanzan la actitud de los pocos se contagia a los muchos y Platón
empieza a temer por su vida. Finalmente, llegan a la altura de la pantalla y se
introducen detrás, por un lateral.
- Contempla, Platón, lo que hasta
ahora para ti agotaba la realidad.
- Sombras, solo sombras proyectadas
en una pantalla. Dicho de otra forma: hasta ahora me he limitado a discutir
sobre sombras de las cosas y no sobre las cosas en sí.
- Vas por buen camino, pero te
confundes si crees que lo que estás viendo ahora, las figuras que se cruzan por
delante del foco, son el fin del viaje, solo es el principio. Lo que ahora
mismo contemplas no es más que una serie de copias. Es decir, los espectadores
que siguen atados a sus butacas no hacen otra cosa que ver, oír y discutir
sobre sombras de copias.
- Creo que me pierdo, Amaranta.
- Es que lo fácil es perderse,
Platón. Rescatemos tu ejemplo: imagina a un pintor que contempla una silla y
una ventana. Imagina que decide pintarlas sobre un lienzo, ¿crees que
encontrarías la silla y la ventana, tal cual son, en el cuadro? ¿O más bien
encontrarías la opinión del pintor, trenzada por una serie de sentimientos y
prejuicios, sobre la silla y la ventana?
- La pintura puede ser muy
aproximada, incluso ser indistinguible de una fotografía, en cuyo caso, ¿no
hablaríamos de “lo que es”, no habría el pintor hallado la forma de que su arte
represente las cosas tal y como son?
- Pero, ¿cómo son esas cosas? El
lienzo del pintor no es muy distinto de la pantalla de este cine. Es más,
podemos afirmar que el pintor está tres veces alejado de la verdad de la silla
y la ventana: su pintura es la copia de una silla y una ventana determinadas,
que a su vez son la copia imperfecta de una idea de silla y una idea de
ventana.
- ¿La copia de una idea? ¿Quieres
decir que los objetos que proyectan su sombra sobre la pantalla son, a su vez,
copias?
- Efectivamente, Platón. Por
seguir con el ejemplo de la silla y la ventana, si tú me preguntas qué es una
ventana, ¿te bastaría con que te señalase una y dijese “eso”?
- Antes sí, Amaranta, pero desde
que se rompieron las cadenas y pude moverme, una respuesta como esa no me
satisface lo más mínimo. Si me señalas la ventana no me estás explicando qué es
una ventana, me estás señalando un caso concreto de ventana. Si esa ventana es
cuadrada, por ejemplo, cuando vea una ventana redonda creeré que es otra cosa.
- Excelente razonamiento, Platón.
Demos otro paso. Tú dices que aunque cambie de tamaño, lugar, forma, color y
material, una ventana es una ventana. Llegados a este punto, permíteme que te
haga yo a ti las preguntas… ¿Qué es lo que hace que la ventana, o la silla,
siga siendo lo que es pese a las infinitas diferencias que podemos encontrar entre
dos ejemplos de lo mismo? Dicho de otra forma, ¿cuál es la verdad de esa silla
o esa ventana?
- Desde luego no el color, ni la
forma, ni las patas que tenga o deje de tener, porque una silla rota sigue
siendo una silla… eso sí, rota. Lo que hace que una silla sea una silla no
puede ser, por tanto, algo que captemos por los ojos, porque los ojos siempre
nos van a decir que si lo que ha pintado el pintor es una silla, lo que tenemos
delante no lo es, porque no es igual, no es la misma cosa.
- Fantástico. Los ojos, el tacto,
el olfato… solo captan el devenir, lo cambiante. Nos engañan. Nos dicen cosas
contradictorias. Por ejemplo, si miramos el cuadro de la silla y la ventana, o
la silla y la ventana en las que se fijó el artista, podemos decir de la silla
que es grande y pequeña a la vez, porque es pequeña respecto a la cama que hay
al lado, pero grande respecto al ventanuco que tiene encima. O podemos decir
que es amarilla y verde a la vez, en función de la intensidad de la luz o la
perspectiva que adoptemos para mirarla. Hace falta algo más para que podamos
llegar, no a un acuerdo entre muchos, sino a lo que es de verdad.
- ¿Y qué es esa cosa, Amaranta?
En vez de solucionarme una duda me has dejado con dos: qué es eso que hace que
una silla sea una silla independientemente de su tamaño, forma, color, etc., y
cuál es el camino para llegar a eso a lo que llamas “verdad”. Hasta ahora lo tenía muy claro: para mí la
materia de lo verdadero eran las sombras de estas figuras y autómatas que no
paran de cruzarse ante el foco.
- Muy bien, Platón. La clave del
saber no está en tener un montón de imágenes, datos y frases pegadizas en la
cabeza, sino un montón de preguntas que ayuden a clarificar lo que hasta ahora
estaba oculto tras la pantalla. Me sorprende tu actitud, porque la última vez
que intenté explicarle esto a alguien fue dramático: cuando perdió las cadenas
se sintió tan atemorizado que me agredió y se sentó corriendo otra vez en la
butaca. Normalmente, la libertad da vértigo, da miedo, incluso duele. Perder
las cadenas y, más aún, ver lo que está detrás de la pantalla, suele producir
un rechazo agresivo. Es comprensible, porque muchas personas no quieren saber,
solo quieren vivir tranquilas. La mayor parte de la gente que llega hasta aquí
simplemente rechaza lo que le muestro porque para la gente, pese a ver el foco
y los autómatas que se cruzan por delante, siguen pensando que lo real, lo
verdadero, son las sombras. Pero a ti, Platón, te ha traído hasta aquí la
pregunta, las preguntas si quieres, aunque todas giran en torno a lo mismo: qué
es real y cómo sé que lo es; cómo distinguir verdad de falsedad, pero también
verdad de opinión; cómo distinguir la idea de la imagen. Ahora que ves lo que
hay detrás de la pantalla empiezas a entender que lo que contemplabas sentado
en la butaca era el equivalente visual a la más zafia charlatanería, que ahora
estás mucho más cerca de comprender lo que es que antes, que pese a todas las
discusiones que mantuviste con tus vecinos, no hacíais más que dar vueltas
sobre la nada.
- Las preguntas me desbordan. Y
quiero saber más, Amaranta. Dame más.
- Todo a su debido tiempo y en su
justo lugar, sígueme de nuevo, nos vamos de aquí.
Amaranta coge a Platón de la mano
y le guía detrás de las figuras que bailan delante del foco, más allá del foco,
hacia una puerta que no parece tal. Amaranta la abre y se para a un lado. Mira fijamente
a Platón.
- Te he traído hasta esta puerta,
pero he de advertirte que una vez la cruces, ya nada será igual. Hasta ahora
podías volver a tu butaca y, bien o mal, más pronto o más tarde, podrías volver
a acostumbrarte a las cadenas y a la pantalla. Pero si cruzas esta puerta y
asciendes por las escaleras, pase lo que pase, ya no podrás decirte a ti mismo
que esto te lo has imaginado o lo has soñado. Una vez la cruzas, ocurra lo que
ocurra, no habrá vuelta atrás.
- ¿Qué intentas decirme,
Amaranta? ¿Es peligroso cruzarla?
- Efectivamente, Platón. Toda
persona que la ha cruzado, de una forma u otra, ha perdido algo para ganar
algo. Y en muchas ocasiones lo que se pierde es la seguridad. Si atraviesas el
marco, te juegas tu vida, tal y como la vives ahora, pero también te juegas la
vida, lo que te separa de la muerte.
- Es una opción vital. Esto no es
como ver otra escena en la pantalla. Si entro ahí, todo va a cambiar, ¿es eso?
- Es eso. No puedes imaginar
todavía hasta qué punto es eso. Solo te confundes en una cosa: si atraviesas la
puerta no es para entrar, es para salir.
- Salir…
- Y ten en cuenta otra cosa,
Platón: yo puedo mostrarte la puerta, pero eres tú quien debe decidir si la
cruza o no. Es la razón la que debe comandar la nave a partir de aquí, de lo
contrario te hundirás.