domingo, 31 de mayo de 2015

El efecto Pigmalión

Pigmalión y Galatea de Louis Gauffier
AUTOR: Andrés Parada López

La confianza que los demás tengan sobre nosotros puede darnos alas para alcanzar los objetivos más difíciles. Ésta es la base del efecto Pigmalión, que la psicología encuadra como un principio de actuación a partir de las expectativas ajenas, y que se me antoja clave hoy en día tanto en la vida como en el deporte.

Las profecías tienden a realizarse cuando existe un fuerte deseo que las impulsa. Nadie te asegura que esto se cumpla. Pero puestos a elegir, yo siempre escojo el lado positivo y optimista de las cosas. Dicen que una persona optimista tiende a rendir entre un 65% y un 100% más en el trabajo. Dicen que una persona optimista suele vivir unos 7 años más de media. 

¿De qué manera pueden verse alterados nuestros comportamientos a partir de las creencias que tienen los demás sobre nosotros? ¿Las expectativas favorables que sobre nosotros tiene nuestro entorno de afectos y amistades pueden llevarnos a llegar más allá de lo que esperamos? O, por el contrario, ¿cuántas veces ni lo hemos intentado o nos ha salido mal, movidos por el miedo al fracaso que otros nos han transmitido o su falta de confianza?

Esto es fundamental en el mundo del deporte, detrás de cualquier éxito deportivo encontramos una mentalidad positiva, optimista y de confianza en uno mismo que facilita la superación de las adversidades y nos permite afrontar los objetivos marcados de otra manera.

Lo que los demás esperan de uno puede desencadenar un conjunto de acciones que nos lleven mucho más allá de lo que podemos imaginar, en lo mejor y en lo peor. Nos encontramos muy predeterminados por lo que los demás piensen de nosotros. Este principio de actuación a partir de las expectativas de los demás se conoce en psicología como el efecto Pigmalión. Todo esto podemos comprobarlo a diario en nuestros equipos de trabajo, en el grupo de amigos o en nuestra propia familia.

Tan curioso nombre nace de la leyenda de Pigmalión, antiguo rey de Chipre y hábil escultor. En sus Metamorfosis, Ovidio recreó el mito y nos contó que Pigmalión era un apasionado escultor que vivió en la isla de Creta. En cierta ocasión, inspirándose en la bella Galatea, Pigmalión modeló una estatua de marfil tan bella que se enamoró perdidamente de la misma, hasta el punto de rogar a los dioses para que la escultura cobrara vida y poder amarla como a una mujer real. Venus decidió complacer al escultor y dar vida a esa estatua, que se convirtió en la deseada amante y compañera de Pigmalión.

Como en la leyenda, el efecto Pigmalión es el proceso mediante el cual las creencias y expectativas de una persona respecto a otro individuo afectan de tal manera a su conducta que el segundo tiende a confirmarlas. O lo que es lo mismo, en la manera en que somos capaces de transmitir a los demás nuestro positivismo, optimismo y confianza para lograr el éxito en lo que nos propongamos, será mucho más fácil que lleguemos a conseguirlo.

Artículo publicado el 4 de noviembre de 2014 en el periódico "Al día Leganés"

jueves, 28 de mayo de 2015

Tipos de Gladiadores IV - Retiarius

Lucha entre un retiarius ,que ya ha perdido la red,
y un secutor. Villa romana de Nenning, Alemania
(siglo II-III d. C.)
Su nombre deriva de su arma más característica, la red (rete en latín). Esta red cuadrada tenía unos pesos en las esquinas para facilitar su lanzamiento. El retiarius necesitaba una distancia mínima para poder maniobrar la red y así lanzarla al enemigo y que quedase enredado en ella. Para este fin se ayudaba de un tridente (fuscina) de larga asta, el cual portaba en la mano derecha junto con una daga (pugio). Igualmente, la red tenía un cordel que iba atado a la muñeca izquierda del gladiador para así poder recuperarla en caso de errar el tiro. Si el retiarius lo veía necesario podía cortar la cuerda con el pugio y pasar a una segunda fase en el combate, en la que su única arma sería el tridente. Otra razón para cortar la cuerda podía ser el hecho de que el tiro fuera exitoso y el enemigo comenzase a atraer al retiarius hacia él con el peligro que conllevaba por el mejor armamento que poseía el contrario.


Como protecciones contaba con una manica que portaba en el brazo izquierdo (brazo de la red) que era el que quedaba más expuesto a la hora del lanzamiento. En el hombro del mismo brazo se colocaba el galerus, una placa de bronce, casi cuadrada. Se proyectaba unos 12-13 centímetros para proteger el cuello y la mayor parte de la cabeza de los golpes laterales. El borde superior del guardahombros estaba ligeramente curvado hacia afuera, lo que retardaba los golpes deslizantes y permitía a la cabeza moverse libremente. La testa no tenía más protección, ya que para poder maniobrar la red necesitaba tener un buen campo de visión.

Conociendo el gusto de los romanos por las confrontaciones por tipologías de gladiadores en la arena, este no era una excepción. Los retiarii se enfrentaban en la mayoría de las ocasiones a un secutor (seguir en latín, por la acción que realizaba de seguir al retiarius). Este gladiador se creó de forma específica para hacer frente a las armas y las defensas del pescador. Otra confrontación común era contra el murmillo (pez), la lucha entre el pescador con su red y el pez. El casco característico del murmillo con su cresta, hacía que fuese fácil que la red se le enredara en la cabeza destinándolo a un final fatal.

En la parte inferior de este mosaico del Museo Arqueológico Nacional de España, en Madrid,
el retiarius Kalendio captura al secutor Astyanax con su red.
Resulta curioso porque, en la imagen superior Kalendio aparece herido y tendido en el suelo,
 mientras que eleva su daga en señal de rendición.

Una vez se pasaba a la segunda fase del combate en la que el retiarius había perdido la red, era preferible usar el mango del tridente con las dos manos, lo que permitía al luchador usar ambos extremos y poder imprimir mayor potencia a sus ataques. Pese a esto, el gladiador podía empuñar la daga con la mano izquierda, donde le protegía la manica y el galerus, y mantener el tridente en su mano derecha. El casco del secutor era liso para que los ataques del tridente resbalasen por su superficie. Lo que podía hacer el retiario era enredar entre los dientes de su arma la espada el secutor o presionar los bordes del escudo.

El retiarius participaba también en una modalidad de combate especial que consistía en colocarse sobre un estrado cuadrado (entre 1 ó 2 metros sobre la arena) al que solo se podía acceder desde dos rampas opuestas. Desde esa posición ventajosa, el retiarius debía hacer frente a dos sectores que ascendían a la vez, uno por cada lado, tratando de derribarle. En la plataforma contaba con un número indeterminado de piedras para poder defenderse de los atacantes. Esta modalidad se conocía como pontarii, por la forma de puente (pons) que tenía la plataforma.

martes, 19 de mayo de 2015

Los milagros de San Isidro

Hornacina del puente de Toledo (Madrid)
 con la imagen del Santo obrando el milagro del pozo.
San Isidro labrador quita el agua y pon el sol. Así reza el interdicto que se repite todos los años el 15 de Mayo, cuando la ciudad de Madrid disfruta de la fiesta en honor de su patrón. En palabras de Claude Leví-Strauss podemos decir, sin equivocarnos, que la estructura del relato que construye a Isidro como santo milagrero tiene gran eficacia simbólica, perviviendo hoy en el imaginario de los madrileños. La devoción que se le profesa se ve objetivada cada año en los rituales, sacros o profanos, que se realizan durante la fiesta, como beber el agua milagrosa del Santo, tradición que indica que seguimos inmersos en una estructura de pensamiento mítico. Análisis antropológicos aparte, nuestro deseo es recordar algunos de los milagros que Isidro realizó en vida, que conocemos gracias a un códice del siglo XIII, escrito en letra gótica y guardado en el archivo de la monumental Colegiata de San Isidro. Su posible autor, Juan Gil de Zamora, erudito de la corte de Alfonso X el sabio, redactó los milagros del Santo en fechas tardías del siglo XIII, muy alejado en el tiempo de los sucesos que narraba. Isidro fue un simple mozárabe, probablemente de los pocos que habitaban el Mayrit musulmán. Pocero primero, y labriego después, anduvo de aquí para allá sirviendo siempre con obediencia a sus patricios patrones: en Buitrago, Caraquiz, Vega del Jarama, Torrelaguna, Talamanca y, como no, Madrid, donde cuidaba las fincas de Juan de Vargas, muy cercanas a las parroquias de san Andrés y San Justo, lo que permitía a Isidro satisfacer sus dos vicios, el trabajo y la oración. Pero la figura de Isidro no ha llegado a nuestros días únicamente por ser devoto, servicial trabajador y cristianísimo practicante. Uno pasa el examen de Santo cuando obra milagros, y la taumaturgia se encontraba entre las virtudes de San Isidro, virtudes que casualmente compartía con su devota esposa, María Toribia (Santa María de la Cabeza), que acostumbraba a caminar sobre las aguas del Jarama. 

El milagro del molino.

La caridad de Isidro era de sobra conocida, su generosidad y solidaridad con los más humildes le hacían vecino querido en toda la Villa. La caridad de Isidro no se circunscribía únicamente a los seres humanos, para él todas las criaturas son obra del Señor, y así lo demostraba cuando tenía ocasión. Cuentan que en un frio invierno madrileño, donde un gran manto blanco no dejaba ver el suelo, caminaba Isidro con su ayudante hacía un molino para moler trigo. Con el saco a rebosar, disponían a marcharse, cuando observó a unas palomas posadas en las ramas de un árbol. Pensó en la triste suerte que correrían los animales si no se alimentaban debidamente, y con brío aparto la nieve del suelo, creando un espacio liso donde vertió gran cantidad del trigo que había molido para su propio disfrute. Las palomas descendieron veloces a degustar el manjar. El ayudante miró a Isidro con desdén, increpándole, resaltando la estupidez de su acto. Pero cuando retornaban su camino se obró el milagro, el saco casi vacío pesaba demasiado, al abrirlo se sorprendieron, ya que no faltaba ni un solo grano de trigo.

El milagro de los bueyes. 

Se dice que Isidro ejercía de arrendatario para un señor de Madrid, a cambio de un sueldo anual. Labraba los campos con esmero, y llevaba una vida espartana basada en la oración y el trabajo. Isidro gastaba gran parte de su jornada en visitar las Iglesias de Madrid; aun así, los campos en los que desarrollaba sus labores eran los más cultos y cuidados. El resto de labradores que trabajaban para el caballero madrileño no daban crédito. Comenzaron a envidiarlo, creando rumores sobre su holgazanería. Algunos de ellos fueron con la cantinela al caballero, narrándole historias de absentismo laboral sobre Isidro, que pasaba más tiempo disfrutando de vida contemplativa que encargándose de los quehaceres terrenales. El caballero, alarmado, decidió espiar a Isidro durante una jornada entera para confirmar la veracidad de la rumorología. Observó con enfado que Isidro marchaba temprano a la Iglesia de Santa María, donde pasaba largas horas rezando, llegando tarde a realizar sus labores. El caballero se decidió a abroncarlo mientras labraba. Para su sorpresa, andando hacía Isidro, vio que éste estaba flanqueado por unos ángeles y dos robustos bueyes blancos inmaculados que araban los campos. Estupefacto, pestañeó, y vio que el Santo estaba solo, labrando en silencio. Tras meditar unos instantes, el caballero interpeló a Isidro para que le explicase donde estaban los ayudantes que tenía para mantener los campos en óptimo estado, trabajando tan pocas horas. El labriego le contestó que no tenía más ayuda que la que le imploraba a Dios Nuestro Señor. El Caballero se percató del prodigio del que acababa de ser testigo e hizo saber a los ciudadanos de la Villa que en ese humilde labrador residía la gracia divina.

San Isidro orando.

El milagro del lobo. 

Caminaba Isidro en un festivo día de verano por la Villa, en dirección a la Iglesia de Santa María. Dos zagales le interceptaron y le advirtieron que un temible lobo estaba intentando dar caza a su borriquillo. Con voz calmada les contestó: <<id en paz hijos, hágase la voluntad del Señor>>. Isidro entró en el templo y rezó sus oraciones, después de satisfacer su necesidad espiritual, fue a ver a su borriquillo. Encontró al lobo en el suelo, fulminado, y a su borriquillo intacto, sin herida alguna de lucha. El Santo no se inmuto, volvió tras sus pasos y entró en la iglesia para dar gracias a Dios.

El milagro de la olla.

Sabido era en la Villa que Isidro cumplía con creces las prácticas cristianas. El Santo gustaba de dar en concepto de limosna lo poco que poseía. En su casa se congregaban los desfavorecidos para llevarse algo de comer a la boca. Un mediodía María preparaba en una gran olla un guiso para alimentar a los pobres que se habían acercado invitados por Isidro. Cuando todos se hubieron marchado apareció un rezagado demandando manduca. Isidro le pidió a su esposa que, por favor, le diera algo de lo que hubiese sobrado. María había comprobado con amargura que la olla estaba vacía, acercose al hombre que se hallaba  al lado de Isidro para darle la funesta noticia. En el momento en que destapó la olla se hizo el milagro, el recipiente estaba rebosante de suculento guiso. El pobre comió como un marqués. A partir de ese día todo el mundo supo de lo sucedido y el prodigio recorrió Madrid de boca en boca.

El milagro del pozo.

Isidro servía en las fincas de los Vargas y residía en una humilde casa muy cerca de la Iglesia de San Andrés. Estando labrando los campos de la noble familia al otro lado del Manzanares, recibió una funesta noticia: su hijo Illán había caído en un pozo profundo de la casa. Isidro se encontró a su esposa afligida, al pie del pozo, sollozando por no poder rescatar a su hijo caído. El Santo tranquilizo a María y, con tono sosegado, la invitó a que confiase en la misericordia del Señor. Juntos se arrodillaron pidiendo a Dios y a la Virgen que salvase a su hijo. En ese instante las aguas comenzaron a brotar de las profundidades del pozo hasta el brocal, elevando al zagal sobre estas, intacto. 
El pozo en el que cayó Illán se puede contemplar hoy en el Museo de los Orígenes, conocido popularmente como Casa de San Isidro, en la Plaza de San Andrés.

El milagro de la fuente.

Se hallaba Isidro labrando las tierras de los Vargas como de costumbre. Era verano, el calor derretía los aperos y endurecía la tierra. Juan de Vargas apareció sofocado y jadeante, miró a Isidro y le pidió agua para beber. El Santo, que había terminado sus reservas, tomó su cayado, miro al cielo, hizo la señal de la cruz, y golpeando el suelo varias veces dijo: <<Cuando Dios quería, aquí agua había>>. El agua comenzó a brotar a torrentes del suelo, satisfaciendo la petición de su Señor, que quedó absorto ante la magnitud de aquel milagro. En el lugar donde el santo golpeó el suelo se construyó la afamada fuente cuyas aguas milagrosas poseen propiedades curativas y, con la Ermita de San Isidro mandada construir por Isabel de Portugal, es lugar de obligada peregrinación el 15 de Mayo.

El milagro de la hija de los Vargas.

Tenían los Vargas una única hija, santa de su devoción, a la que Isidro amaba como una hermana. Un trágico día María Vargas cayó muy enferma. Nadie encontraba remedio al mal que padecía  y murió dejando a padres y Santo desolados. En el largo velatorio, Isidro se acercó al cuerpo sin vida de la joven y rezó con todas sus fuerzas una plegaria. Cuando terminó el rezo interpeló al cadáver: ¡María! La sorpresa de todos los presentes se desató con la respuesta de la chica: ¿Qué quieres Isidro? El milagro se hacía carne, María había resucitado.

Esta serie de milagros forman parte del acervo cultural de la tradicional fiesta de San Isidro. Algunos faltan, pues el santo siguió obrándolos después de muerto, como los consejos que le dio a Alfonso VIII en las Navas de Tolosa o salvando de una muerte segura al rey Felipe III; aunque el mayor de los milagros es que su cuerpo incorrupto se conserve a día de hoy, después del largo peregrinaje que sufrió desde su exhumación en 1212, pasando por San Andrés, la Capilla del obispo, vuelta a San Andrés, Real Capilla de San Isidro, hasta que un 4 de febrero de 1769 Carlos III zanjó el asunto, fijando la residencia del Santo en la Iglesia de la Compañía de Jesús, lo que hoy conocemos como la Real Colegiata de San Isidro. En recuerdo del Santo os regalamos esta entrada. 

domingo, 17 de mayo de 2015

La Pradera de San Isidro

La primavera nos deja días muy especiales a los habitantes de la capital. Hace unas pocas semanas, concretamente el dos de mayo, se celebraba el Día de la Comunidad de Madrid, fiesta regional que conmemora el levantamiento del pueblo madrileño durante la ocupación francesa. Sin embargo, este fin de semana nuestras calles se han engalanado para un evento mucho más alegre y castizo como ningún otro: las Fiestas de San Isidro Labrador del quince de mayo.

Nuestra fiesta patronal, perfectamente representada en las pinturas del maestro Francisco de Goya, es famosa por sus verbenas y romerías. La Pradera de San Isidro, en el barrio de Carabanchel, se llena de puestos, terrazas y atracciones para el disfrute de todos los vecinos y visitantes de nuestra hermosa Villa. Entre sus arboledas y verdes prados podemos ver a centenares de chulapos y chulapas, nombre por el que se conoce a quienes deciden engalanarse con las prendas más típicas del Madrid castizo, bailando al son de la música y disfrutando con los manjares que allí se venden. A muchos otros los encontraremos junto a la Ermita de San Isidro, un pequeño templo construido sobre el famoso manantial del que supuestamente brotan aguas milagrosas, que constituye uno de los elementos más simbólicos de estas celebraciones.

Sin embargo, nuestra festividad no se deja ver únicamente en este singular paraje. Las calles del centro, en especial aquéllas que rodean los Jardines de las Vistillas, se convierten al atardecer en un hervidero de gente dispuesta a divertirse y a disfrutar de la vida como sólo aquí sabemos hacerlo. Dicen que Madrid es una ciudad que nunca duerme y desde luego, a sazón de lo visto estos días, puede que tengan razón.

Nuestro objetivo con esta publicación es acercar al público algunas curiosidades sobre estas fiestas y sus elementos más característicos, que puede que sean desconocidas para muchos.

Baile a orillas del Manzanares, Francisco de Goya


El chotis, un baile muy europeo.

Aunque nuestro baile regional es conocido por muchos, sus orígenes sorprenden a cualquiera. Se trata de una danza centroeuropea, originaria de Bohemia, basada probablemente en un bailable popular escocés. Tuvo mucho éxito en países como Francia o Alemania, donde recibió los nombres de éxossaise y schottisch  respectivamente.

En España fue conocida como Polca alemana, y llegó a Madrid por primera vez el 3 de noviembre de 1850, durante el reinado de Isabel II. Aquella noche se bailó por primera vez durante una fiesta de palacio donde los músicos invitados tocaron aquellos ritmos que triunfaban más allá de los Pirineos.

Esta música pronto fue escuchada por todos los madrileños gracias a la proliferación de los organillos que tocaban aquella melodía, alcanzando una enorme popularidad y convirtiéndose en el baile más castizo. Como curiosidad, decir que el organillo fue introducido por el italiano Luis Apruzzese, quién decide abrir un taller de fabricación y reparación de estos instrumentos en el barrio de la Latina, instalándose definitivamente en esta ubicación gracias al consejo del Maestro Tomás Bretón  tras una estancia previa en Salamanca.

Unas tontas y otras listas

No hay región que no disfrute de su gastronomía propia, y para estas fechas en Madrid es muy típico disfrutar de las riquísimas rosquillas de San Isidro.

Las “rosquillas tontas” tienen su origen en el medievo, y se conocen con ese nombre al estar compuestas únicamente por la masa. Por lo visto, la reina Bárbara de Braganza, esposa del rey Fernando VI, las consideraba bastante insípidas, por lo que el cocinero real decidió añadir a la receta almendras y azúcar, creando una nueva variedad conocida como “rosquillas francesas”.

Por lo visto, las “rosquillas listas” se las debemos al buen hacer de una famosa pastelera de Fuenlabrada conocida como la Tía Javiera. Ella decidió añadir azúcar y un toque de limón a la masa tradicional y muy pronto su receta fue copiada por todos los pasteleros de la ciudad.

Las “rosquillas de Santa Clara”, por su parte, fueron cosa de las monjas del Monasterio de la Visitación, quienes cubrieron la masa con una capa de azúcar glasé.

Los vecinos madrileños

En nuestras fiestas populares hay quienes sobresalen por el resto gracias a su característica indumentaria. Se trata de los chulapos y las chulapas, madrileños bien arreglados con nuestras prendas más castizas. Son vecinos del barrio de Malasaña o de Maravillas, quienes sobresalían como dice la RAE por “cierta afectación y guapeza en el traje y en el modo de conducirse”. Ellos visten sobre el pecho su chupa con un clavel en la solapa, al cuello un pañuelo conocido como babosa, y sobre la cabeza la palpusa. Ellas pasean con sus blusas y faldas de lunares, pañuelo con clavel en la cabeza y sobre los hombros un buen Mantón de Manila.

Luego están los manolos y las manolas, del barrio de Lavapiés y sus cercanías, donde tuvo muchísimo éxito poner el nombre de Manuel a los recién nacidos, pasando a ser conocido el vecindario por el resto de madrileños como el de los Manolos.

Los chisperos vivían en los barrios del norte, donde muchos trabajaban el metal en alguna de las numerosas herrerías de la zona. De las chispas candentes de la forja viene el apelativo de sus vecinos.

Madrid siempre ha sido una comarca con gran actividad rural, y a quienes habitaban las vegas y las tierras de labranza de las afueras los conocían como Isidros.


Por último, tenemos a los majos y majas, nombre del s.XVIII con el que acabó llamándose al pueblo llano de Madrid cuando se arreglaban para ir de fiesta. Goya retrató a tantos de estos individuos en sus pinturas que a su atuendo de redecilla, calzas, capote y sombrero apuntado también se le llama goyesco.

miércoles, 13 de mayo de 2015

Plaza de Legazpi: Miguel López de Legazpi.


Entrada al metro por la Plaza de Legazpi
Madrid es una ciudad llena de Historia. Sus calles y plazas reverberan el pasado de la noble Villa. Cuando caminamos por la ciudad, seamos madrileños o no, pasan desapercibidos los hombres, mujeres y hechos que dan nombre a nuestras calles, paseos y plazas. En esta nueva sección de nuestro blog queremos dar a conocer a los ilustres (o infames) personajes que componen el callejero de Madrid.

Hoy cogemos la línea 3 y nos bajamos en la famosa plaza de Legazpi, situada cerca del río Manzanares y a pocos metros del Matadero de Madrid. El lugar recibe su nombre por Miguel López de Legazpi, hijodalgo oriundo de Zumárraga (Guipúzcoa) versado en leyes por obligación paterna, que con la misma suerte que esfuerzo llegó a ser Almirante de la Mar Océana y Gobernador de la Capitanía General de las Islas Filipinas, fundando las ciudades de Cebú y Manila.

Miguel López de Legazpi.
A principios del siglo XVI, en fecha incierta, nace en el Reino de Navarra (integrado en la Corona de Castilla) Miguel López de Legazpi. Desde muy temprana edad comenzó a formarse en leyes, oficio que le valdría para desempeñar cargos administrativos en su tierra natal, y posteriormente, ser escribano en la alcaldía de Araia (Guipúzcoa). Como muchos otros, Legazpi decidió hacer las Américas en busca de mayor fortuna y prestigio. Las nuevas tierras de la Monarquía Hispánica demandaban hombres capaces para su gobierno, el de Zumárraga no desperdició la oportunidad y continuó en Indias su carrera en la Administración. En 1545 llega al Virreinato de Nueva España, donde ocupa puestos de responsabilidad en la Casa de la Moneda, al mismo tiempo, comienza a relacionarse con Isabel Garcés, hermana del obispo de Tlaxcala, con la que casará y parirá a sus nueve hijos. Su proyección fue exponencial, primero consiguió el prestigioso puesto de Escribano Mayor, y antes de la expedición que lo haría merecedor de un lugar en nuestra memoria, llegó a ocupar la dignidad de Alcalde Mayor de la Ciudad de México.

Corría el año 1559 cuando el rey Felipe II decidió encargar al virrey de Nueva España, Luis de Velasco, realizar una expedición que crease una ruta entre México y las Molucas. La obsesión por encontrar una ruta marítima segura que estableciese un comercio continuo de especias no se había conseguido hasta el momento. Todas las expediciones que habían tratado de fijar una ruta de tornaviaje hacia Nueva España habían tenido idéntico resultado, el fracaso. Desde Jofre de Loaysa hasta Bernardo de la Torre, pasando por Alvaro de Saavedra y Hernando Grijalva, una tras otra,  las expediciones vieron frustradas sus expectativas. La última de ellas, donde Ruy López de Villalobos arribó a Mindanao, y le concedió el nombre de Filipinas a las islas que antaño descubrieran Magallanes y Elcano, tuvo peor suerte. Fueron expulsados por los indígenas e intentaron refugiarse en las Molucas, donde fueron apresados por los portugueses. Además, las últimas ordenes que Villalobos le dio a Íñigo Ortiz de Retes para que trazase el derrotero de tornaviaje no pudieron ser cumplidas por el marinero, que pese a circunnavegar y bautizar la isla de Nueva Guinea, tres meses después, se veía obligado a regresar al puerto de inicio, Tidore, en las Islas Molucas.

Pero crear una ruta de las especias no era el único objetivo de Felipe II, que no escondía su malestar con un Tratado de Tordesillas que minaba la posición de la Monarquía Hispánica en las Indias Orientales. El Rey, con la excusa de rescatar a los tripulantes de la expedición Villalobos, ocultaba el objetivo principal: debilitar la hegemonía portuguesa en la zona tomando posesión de las islas que llevaban su regio nombre y fijar asentamientos estables con los que dominar el Pacífico.

Para la consecución de este ciclópeo objetivo, el Rey se fijó en Andrés de Urdaneta (ver entrada Galeón de Manila), navegante y cosmógrafo que conocía la mar Pacífica por haber sido integrante de la expedición de Loaysa. La casualidad quiso que Urdaneta fuese pariente de Miguel López de Legazpi, que como alcalde Mayor había adquirido gran experiencia, siendo reconocido como un avezado administrador que acumulaba gran acervo en logística y fiscalidad. Las notables cualidades organizativas de Legazpi provocaron que Luis de Velasco, por recomendación de Andrés de Urdaneta, le concediese la dignidad de organizar y dirigir la nueva Expedición.

Legazpi había hecho gran fortuna durante su carrera en la administración, contando con un extenso patrimonio inmobiliario. Para hacer frente al empréstito expedicionario vendió la práctica totalidad de sus bienes, consiguiendo armar cinco navíos y reclutar unos trecientos ochenta hombres , que partirían del puerto Barra de Navidad, (Jalisco) rumbo a Nueva Guinea, el 21 de noviembre de 1564. La primera de las sorpresas se produjo a las cien leguas de viaje, cuando Legazpi abrió los sobres lacrados con el emblema real: las órdenes eran arribar a Filipinas. En este momento de la travesía se fijó el nuevo derrotero. Los descubrimientos de las islas del Pacífico se sucedieron durante los noventa y tres días de expedición, destacando la isla de los barbudos (islas Marshall). Antes de tomar contacto con las Islas de Poniente, la Expedición se detuvo en la isla de los Ladrones (islas Marianas, Guam) para aprovisionarse y tomar posesión de la misma para la Corona. El cinco de febrero partían hacia las islas Filipinas, llegando a Samar (Bisayas) quince días después. Legazpi utilizó el método de colonización clásico en los nuevos territorios: desembarco e intercambio con los indígenas, establecimiento de acuerdos o pactos con los caciques locales basados en la protección y tolerancia de los nativos y toma de posesión de los nuevos territorios en nombre de la Corona. En caso de hostilidad de algún cacique indígena, como ya se hizo en la conquista de las américas, se aprovecharían conflictos entre grupos tribales o jefaturas, o entre estos y los portugueses, para sacar ventaja en las negociaciones y, si llegado el caso no hubiese más remedio, se presentaría batalla tomando el control por la fuerza de las armas. Esta fue la dinámica mientras se exploraban las Islas (Ibabao, Samar, Leyte, Limasawa, Camiguín Bohol, continuando por Mindanao, Siquijor, Negros y Cebú).

Llegada a Filipinas de la Expedición de Legazpi.
En poco tiempo la expedición dirigida por Legazpi afianzó su autoridad en la mayoría del archipiélago mediante pactos de sangre que el mismo realizaba con los caciques locales, con las salvedades de Mindanao (con población musulmana hostil) y las islas Sulu. Los pactos con los caudillos indígenas solucionaban la escasez de abastecimiento de alimentos pero los expedicionarios precisaban de una base sólida para el cumplimiento del mandato de la Corona. El lugar elegido será Cebú, con cuantiosa población y una gran reserva de alimentos para pasar el invierno. En un primer momento se encontraron con la oposición de los caciques locales Raha Tupas (el que treinta años antes le había preparado el baquete trampa a la expedición de Magallanes) y Tamuñan. La oposición se solucionó con celeridad, desplegando tres huestes y disparando los cañones contra el poblado. En las playas de Cebú, Miguel López de Legazpi, funda el primer asentamiento permanente y capital base para la conquista de las islas Filipinas, la Villa del Santísimo Nombre de Jesús y la Villa de San Miguel (actual ciudad de Cebú). Desde este emplazamiento privilegiado, Legazpi, estaba en disposición de cumplir el mandato de la Corona, afianzar la presencia de la Monarquía Hispánica en el Pacífico conquistando el archipiélago filipino (en respuesta a la expulsión de las molucas) y establecer el tornaviaje para la organización de un circuito comercial cerrado. Legazpi ordena a Andrés de Urdaneta, y a su nieto Felipe de Salcedo que  retornen a Mexico para establecer el derrotero. En 1566, la San Gerónimo, llegaba a Cebú con refuerzos y colonos para hacer efectivo el proyecto de conquista y colonización de las islas Filipinas, y establecía definitivamente el tornaviaje. 

Miguel López de Legazpi comenzó la conquista quirúrjica, isla a isla, imponiendo el sistema de encomiendas que imperaba en las américas y emulando el sistema de organización política que Felipe II le había remitido en sus instrucciones generales: cuidades dúplices, una intramuros con población española, otra extramuros formada por las poblaciones indígenas, cada zona tendría un alcalde propio (en la población extramuros el cargo de alcalde solía recaer en algún cacique local para paliar rebeliones), más doce concejales y un secretario. La dilatada experiencia de Legazpi en cuestiones de administración facilitó la implementación e implantación de las nuevas instituciones, así mismo, infundió disciplina en sus subordinados para que respetasen a los nativos so pena de muerte, dirigió las operaciones militares contra piratas y portugueses, y sorteó alguna que otra rebelión en sus filas; también estableció las bases para un comercio continuado con China, cuando rescató en Mindoro a unos esclavos chinos, forjando relaciones amistosas con la antigua Catai.

Manila intramuros
El último, y célebre, capítulo del papel de Legazpi en su expedición fue la conquista y fundación de la ciudad de Manila. En torno a 1568 recibe noticias de un próspero asentamiento musulmán dedicado al comercio en la isla de Luzón, llamado Maynilad. Legazpi no duda, y envía a dos hombres de confianza para la toma de posesión del emplazamiento, el artillero Martín de Goiti y a su nieto Juan Salcedo. Cuando los dos Marineros llegaron a Maynilad quedaron absortos por la magnitud de su puerto, acamparon en las cercanías e intentaron establecer acuerdos con los caciques de la ciudad; en las negociaciones, Goiti, hizo pensar a los líderes indígenas que la estancia de las tropas hispánicas sería corta, nada más lejos. Martín Goiti marchó con una hueste de trecientos hombres hacia las zonas del interior (Tondo) masacrando a los nativos que no se sometieran a la Corona, y siguiendo el río Pasig llegaron a Maynilad, que fue sometida por las armas. La toma de la ciudad trajo como consecuencia inmediata la rebelión de las poblaciones indígenas dirigidas por sus caciques, teniendo en jaque a las huestes hispánicas, que se vieron obligadas a construir fortificaciones, como la fortaleza de san Pablo, e incluso algunas tropas tuvieron que refugiarse en la flota situada en la bahía. La rebelión duro diez meses y se zanjó con la llegada de Legazpi, que firmó un tratado de paz con los caciques, otorgándoles el control de la futura ciudad extramuros de Manila. El 24 de junio de 1571, Legazpi se hace eco de la situación privilegiada y las posibilidades comerciales de la isla de Luzón (Nuevo Reino de Castilla), fundando la Siempre Leal y Distinguida Ciudad de España en el Oriente de Manila, que convertirá en la capital de las Islas Filipinas. Legazpi fijó su residencia en la nueva ciudad para la dirección y organización de la misma. El almirante había cumplido su misión a la perfección pero su edad era avanzada y poco después de la fundación de Manila muere el 20 de agosto de 1572.

Aquel hijo de Zumárraga que había residido en ciudad de México la mayor parte de su vida, murió en tierras lejanas, pobre, sin ingresos y desconociendo que el mismísimo rey Felipe II acababa de firmar una Real Cédula, nombrándolo Gobernador Vitalicio y capitán general de las Islas Filipinas, con una asignación aneja de  dos mil ducados. 





miércoles, 6 de mayo de 2015

Napoleón y el nacimiento de la egiptología

El 21 de julio de 1798, camino de la ciudad de El Cairo, Napoleón Bonaparte pronunció su famosa arenga: “Soldados, desde lo alto de estas pirámides cuarenta siglos os contemplan”. Sin duda, la visión de aquellas monumentales construcciones debió dejar fascinados a la mayoría de los allí presentes. Las penurias sufridas por el sofocante calor y la arena del desierto parecían pesar menos a la sombra de aquellos gigantes de piedra.  El país del Nilo se descubría ante los ojos de los europeos gracias al sudor de las tropas  francesas con el más grande de sus generales al frente. Fue en la batalla de las Pirámides, enfrentándose a los mamelucos egipcios, donde Napoleón consiguió su más sonada victoria en aquella campaña. Derrotados sus enemigos, Francia convirtió Egipto en un protectorado. Ahora sus gentes, riquezas y plazas les pertenecían al país galo, frenando las ambiciones británicas en Oriente. Pero detrás de aquellas motivaciones imperialistas también se ocultaba otro objetivo más noble: abrir el país al mundo y revelar los tesoros que ocultaba bajo sus arenas. Desde un principio, Napoleón quiso llevar consigo los logros de la civilización occidental y junto a sus soldados viajaron especialistas de todo tipo: ingenieros, historiadores, matemáticos, filólogos, botánicos, dibujantes, músicos, geólogos, químicos, zoólogos, geógrafos y médicos. Aquélla no sería sólo una expedición militar sino también una expedición científica.


Napoleón y su plana de generales en Egipto. Por el pintor academicista Jean-Léon Gérôme.


Un plan ambicioso

Hace varios días, en una de nuestras anteriores publicaciones, concretamente cuando hablamos de los caballeros de Malta, mencionábamos que Napoleón fue enviado a Egipto con el objetivo de arrebatarle aquel país a los turcos otomanos. Los franceses llevaban un tiempo planteándose aquella campaña como medio para entorpecer la hegemonía británica en Oriente. Gran Bretaña controlaba India, y el Directorio (forma de gobierno adoptada por la Primera República Francesa) necesitaba igualar las tornas en el plano geoestratégico. Convencidos por la retórica de Napoleón y por los logros que había conseguido en la reciente campaña de Italia, decidieron dar el visto bueno a aquel proyecto.

La expedición se organizó en el más absoluto secreto. Incluso los sabios que formaban parte parte de la misma no supieron cuál era su destino hasta casi el momento en el que alcanzaron las costas egipcias. En mayo de 1798, la armada de Oriente levó anclas desde el puerto de Toulon. Napoleón escogió viajar a bordo de L’Orient, cuyo nombre sin duda era todo un símbolo de aquel viaje.

La llegada a Egipto fue un rotundo éxito. Alejandría se rindió ante Napoleón, y éste decidió poner en práctica las ideas de la Revolución. Al poco de establecerse pronunció un sonado discurso (que llegó a ser incluso impreso en lengua árabe) en el que presentaba a Francia como una libertadora. Gracias a él, los egipcios podrían quitarse de encima el yugo impuesto por los otomanos. El respeto que mostró ante las instituciones locales y a la confesión islámica del pueblo egipcio dio como resultado grandes dosis de colaboración por parte de las autoridades autóctonas.

La toma de El Cairo tras la victoria en la batalla de las Pirámides permitió a los franceses asentar las bases de su poder, y pronto comenzaron a ver la luz las nuevas reformas. Por fin el papel de aquellos sabios empezaba a cobrar sentido. Con su trabajo podrían reorganizar y modernizar el país. Como base para esta misión se creó el Instituto de Egipto, un lugar concebido desde su nacimiento como sede de las ciencias y artes francesas en aquel país. Contaba con bibliotecas, laboratorios e incluso un observatorio y un jardín botánico.

Sin embargo, la aventura francesa en la tierra de los faraones no duraría demasiado. Los combates fueron extremadamente duros para los soldados. El sofocante calor, la sed y la propagación de enfermedades hicieron estragos entre la tropa. Pese a los intentos de sofocar la resistencia, muchos eran los focos donde se sufrieron sublevaciones populares, a lo que habría de sumarse el hostigamiento continuo de las partidas de guerra mamelucas. Quizá el broche final lo puso el infructuoso intento de invasión de Siria. Los otomanos habían declarado la guerra a Napoleón coaligados con los británicos. Demasiados frentes abiertos en un lugar tan distante.

En agosto de 1799 Napoleón decide abandonar Egipto poniendo rumbo a París. La Francia Revolucionaria estaba agitada por lo que necesitaba estar cerca de los centros de poder. Quedó al mando en Egipto el general Kléber, quien con su buen hacer logró controlar la situación durante algún tiempo. Su asesinato, sin embargo, terminó por desestabilizar totalmente la situación. Egipto finalmente cayó en manos británicas.

Curiosamente, la labor de los científicos franceses fue respetada. Los miembros del Instituto de Egipto negociaron duramente con los británicos, consiguiendo llevarse a Francia la mayor parte de sus investigaciones con ellos. Únicamente las grandes piezas fueron confiscadas. El último sabio abandonó Egipto en octubre de 1801.

Grabado de la Description de l'Égypte


La labor de los sabios en el país del Nilo

Un total de 167 especialistas aceptaron la oferta de poner rumbo a lo desconocido. No era la primera vez que científicos acompañaban a las tropas, pero nunca tantos a la vez. Como presentábamos al comienzo, el número de disciplinas escogidas era amplísimo, y denotaba la envergadura de aquel proyecto. Estos hombres fueron elegidos de entre los mejores de su profesión por una Comisión de las Ciencias y de las Artes creada ad hoc. La misión así lo requería. No en vano, el propio Napoleón tenía una amplia formación académica y estaba especialmente versado en los estudios de Egipto y Oriente.

Egipto fue examinado de todas las maneras posibles. Se catalogaron la flora y fauna del país, al tiempo que se analizaba su clima y se cartografiaban sus paisajes y ciudades. Se estudió la cultura, la historia y la vida cotidiana de los egipcios, tanto pasada como presente. Se construyeron todo tipo de infraestructuras como hospitales, molinos y colegios e incluso se mejoraron los obsoletos sistemas judiciales y de educación. Egipto cambiaba a pasos de gigante.

El trabajo más notable de estos sabios fue sin duda el “redescubrimiento” que hicieron del Antiguo Egipto, sentando con ello los cimientos de la egiptología. El pasado de los faraones había quedado relegado al olvido ante la pasividad de los propios egipcios quienes nunca habían hecho por estudiarlo. Fueron los estudiosos franceses quienes organizaron comisiones que viajaron por todo el país localizando los majestuosos centros religiosos como Luxor o Karnak y establecieron grandes iconos de la arqueología como las esfinges y los obeliscos. Sus escritos, libros de viajes y grabados nos muestran cómo estudiaron los cánones de belleza y la geometría de las construcciones, transcribieron cientos de jeroglíficos al papel e hicieron acopio de todo tipo de piezas que posteriormente catalogaron y almacenaron adecuadamente.

Será en 1799 cuando se produzca el hallazgo más importante y célebre de toda la expedición: la piedra Rosetta. Un fragmento de estela que sirvió de llave para comprender el significado de los jeroglíficos. El texto que en ella se recoge está escrito no sólo con jeroglíficos, sino también en lengua demótica y griego antiguo que, desde su comprensión sí permitieron trabajar con aquellos extravagantes dibujos que a todos tenían asombrados. Fue descubierta por casualidad cerca de Alejandría en mitad de unas obras y rápidamente fue trasladada a El Cairo, donde se había improvisado un museo arqueológico dentro del Instituto de Egipto.

Como ya hemos adelantado, después de tres años de trabajo, los sabios volvieron a Francia. En 1802 se creó una comisión para recopilar todas sus investigaciones, siendo publicadas finalmente en una obra de grandísima envergadura: la Description de l’Égypte. Esta auténtica enciclopedia repleta de información y dibujos permitió difundir el conocimiento sobre Egipto al resto del mundo académico. Es el primer tratado auténtico de egiptología e, incluso afamados egiptólogos como Champollion (el egiptólogo que consiguió dar significado a los jeroglíficos mediante la piedra Rosetta), se sirvieron de él gracias a la cantidad de información e ilustraciones que contiene. Incluso hoy sigue teniendo un valor incalculable, puesto que mucho de lo que recoge ya no existe físicamente.

La marcha de las tropas francesas de Egipto no supuso la ruptura definitiva entre ambos países. Francia acabará apoyando al nuevo gobierno que tomará definitivamente el mando, permitiendo a los estudiosos franceses seguir gestionando el formidable patrimonio arqueológico egipcio. Esta unión se sellará con la entrega de uno de los obeliscos más formidables de todos: el monolito oriental de la pareja que el faraón Ramsés II levantó en el templo de Luxor. Su silueta en la plaza de la Concordia sigue dejándose ver en la hermosa ciudad de Paris como símbolo mudo del redescubrimiento de Egipto.

sábado, 2 de mayo de 2015

Salir de la Caverna: filosofía para todos. Parte II


                   Autor colaborador: Guillermo Gracía del Busto Miralles

Platón se lanza hacia lo desconocido. Ante sí un pasillo, sumido en la oscuridad. A ciegas lo recorre, sube unos escalones y alcanza una nueva puerta. Palpando, encuentra el picaporte y la abre.

- ¡Ay! ¡Amaranta! ¿Qué me sucede? No veo nada, pero es un no ver distinto al de ahí abajo, este es blanco y duele.

- Es la luz, Platón. La primera vez que nos enfrentamos a ella nos ciega, pero ten paciencia, poco a poco te acostumbrarás. Deja que te guíe hasta la sombra de este árbol, te sentirás mejor.

- Llévame… Da vértigo andar por terreno desconocido sin ver nada, incluso siendo guiado por alguien de confianza… ¡Mucho mejor! Aquí duele menos y empiezo a distinguir formas. Esto que hay bajo mis pies, ¿es un árbol?

- Casi, Platón. Ciertamente te parecerá un árbol, pues hasta ahora para ti la realidad no eran más que sombras. Pero me temo que no lo es, tan solo es la sombra de un árbol. Cuando te recuperes un poco más, prueba a mirar hacia allí.

Amaranta orienta a Platón hacia un lago. Poco a poco, Platón comienza a ver y reconocer los reflejos del agua y, finalmente, sus ojos se han acostumbrado lo suficiente como para atreverse a mirar por encima del nivel del suelo.

- No tengo palabras, Amaranta, para describir la belleza de lo que contemplo.

- Lo sé, Platón, yo tampoco las tuve, ni las tengo ahora. Es extraño lo que nos ocurre cuando contemplamos lo sublime, lo Bello. Es como si trascendiéramos el limitado campo de los “me gusta” y nos sumergiéramos en un océano inexplorado. Quiero decir que al contemplar este paisaje una no puede limitarse a decir que le agrada o que le apasiona. Sea cual sea el grado de emoción que nos despierte, todas y cada una de las personas que han subido hasta aquí han coincidido en algo: que sentirían exactamente lo mismo si fuesen otra persona. Que sería de esperar que cualquiera, independientemente de que sea alta o baja, hombre o mujer, rica o pobre, negra o blanca… sentiría algo similar, si no equivalente.

- ¿Y eso qué significa, Amaranta? ¿Qué estamos ante un paisaje único?

- Ciertamente, pero ya veremos por qué es único. Lo importante ahora, Platón, es comprender que ante la contemplación de lo Bello nos sentimos sintiendo lo mismo que todos los demás. La Belleza nos coloca a todos y a todas en un lugar común, un lugar que es de todas las personas y de nadie a la vez. Nos hace sentirnos como hermanos y hermanas.

- Hablas de fraternidad.

- En efecto.

- Y dime Amaranta, ahí abajo, en la sala, pude comprobar que aquello que nos permitía ver las sombras que agotaban nuestro mundo eran unos focos. Aquí no veo foco alguno, y sin embargo hay sombras, ¿se debe a esa bola amarillenta que quema los ojos cuando se la mira?

- Aciertas de nuevo, Platón. Eso es el sol y es lo que hace de este paisaje algo único.

- ¿Se trata de un foco gigante?

- No, de ninguna manera. Esa esfera que proyecta la luz necesaria para que veamos las cosas está compuesta de algo muy distinto. Es, de hecho, la perfecta combinación entre Verdad y Justicia, a la que llamaremos Bien.

- ¿”Verdad, Justicia, Bien”, con mayúsculas? Me temo que vuelvo a perderme, Amaranta.

- Es fácil perderse, pero encontrémonos, que este lugar puede pesar demasiado si se recorre en solitario. ¿Cómo es posible que tú veas, Platón? Ya sé que tienes ojos y funcionan. Sin embargo, esas son condiciones imprescindibles, pero no suficientes.

- Cierto, porque durante la noche, cuando no hay ninguna luz, uno no ve nada, como cuando apagaban la pantalla de las sombras. Entonces todos los gatos son pardos. Luego, para ver, resulta imprescindible la luz.

- Eso es, querido amigo. Sin embargo, ¿los ojos y la luz son suficientes para, por ejemplo, intercambiar con acierto dos ovejas por dos cabras?

- No, ya dijimos que el “saber” que proporcionan los ojos es cualquier cosa menos fiable. Gracias a los ojos podemos apartarnos de un camión que nos va a atropellar, pero estaremos lejísimos de entender qué es un camión. Es más, si no entendemos qué es un camión, aunque lo veamos venir, igual ni nos apartamos, como les sucede a los niños pequeños o a los gatos.

- Muy bien. Pero cuando hablamos de comprender lo que es un camión, ¿de qué estamos hablando si no es de la información que aportan los ojos y los oídos?

- Un camión es mucho más que esos datos confusos y cambiantes, Amaranta. De eso se trata, ¿no? Pongamos un ejemplo más sencillo: un caballo. Un caballo no es lo que vemos, oímos y sentimos al acercarnos a un caballo concreto. Sabemos que es un caballo aquello a lo que nos estamos acercando porque hay algo previo, un conocimiento de lo que es un caballo independientemente de las particularidades del caso concreto que tenemos delante. Vale, lo que intentas decirme, Amaranta, es que el sol es el equivalente, en el pensamiento, de lo que es la luz a la vista.

- Brillante, Platón. La Verdad es siempre algo más complejo que lo que vemos. La Verdad, de hecho, no se puede captar por los sentidos. Imagina que estás en un estadio y ves cómo un trozo esférico de cuero pasa entre tres palos y una raya pintada en el suelo. Si eres un marciano, para ti eso no significará nada, pero si eres un humano que ha sido bombardeado por la cultura de masas, entenderás que eso ha sido un gol y la importancia que tiene para el resultado final. Por tanto, la verdad del gol no está en su realidad visible. Volviendo a lo que nos acontece, lo que ilumina este sol no sólo es la cosa en sí, de tal manera que podamos contemplarla; ilumina también, para que podamos “verla” en su totalidad, aquello que estructura la realidad, aquello que hace que las cosas sean lo que son.

- Entiendo. Es lo que creía: la luz de los focos es a lo visible lo que la luz del sol a lo pensable. Dicho de otra forma, con los ojos apenas vemos una pequeña porción de lo real y, si no están preparados por el intelecto, no harán más que engañarnos; para contemplar la Verdad, para conocer, no nos basta con los sentidos, necesitamos a la razón. Pero no una razón ciega, sino una que se deje iluminar por la verdad, una que busque la verdad. Incluso podríamos ir más allá y decir que un auténtico comportamiento racional es tan solo aquel que parte de esta premisa, que solo sometiéndose a las exigencias de la verdad uno actúa de modo racional.

- Y ahí entramos en la otra parte de nuestro compuesto al que hemos llamado Bien: la Justicia. Dime, Platón, qué opinas del lema de unos conocidos revolucionarios, que rezaba así: “la verdad os hará libres”.

- Sin tiempo para pensarlo demasiado, diría que es cierta. Hoy, pese a que no sé nada, me siento mucho más libre que ayer, puesto que he aprendido que la verdad es algo más que la apariencia, que hay que buscarla con otros ojos. Es más, ayer ni sabía que estaba encadenado a mis pasiones y costumbres, sin embargo ahora puedo retozar por este hermoso campo.

- ¿Y tú dirías que eres parte de la norma o de la excepción, querido Platón?

- Sin duda tendría que reconocer que de la excepción: allí abajo están ocupadas casi todas las butacas y aquí arriba solo te veo a ti. Pero yo no me considero ni más listo ni más apto que los demás para aprender, ¿por qué soy una excepción?

- Precisamente porque hace falta algo más que la verdad para hablar de emancipación, de libertad. Verás, una vez me encontré aquí con otro hombre, Aristófanes se llamaba. Encantada por la posibilidad de compañía, me acerqué a él. Hablamos largo rato y cuando tuvo la suficiente confianza de que yo no haría lo mismo, confesó sus planes: “la Verdad es maravillosa, es hermosa, pero sobre todo es rentable”. Este hombre sube una y otra vez aquí, no para aprender, no para comprender, no para compartir y ayudar, sino para explotar lo que contempla, para obtener beneficio de ello.

- ¿Cómo?

- Muy sencillo: convirtiendo lo que aquí aprende en figuras y sombras, en focos más potentes, en una pantalla más grande, en mejores grilletes.

- ¡Eso es indignante! Deberíamos volver abajo no para convertir lo que nos muestra el Bien en un instrumento para granjearse privilegios, sino para ayudar a las demás personas a subir aquí.

- ¿Ves, Platón, cómo hace falta algo más que la Verdad para liberarnos?

- Tenías razón, Amaranta. Es necesaria, además, una correcta idea de justicia. Si la razón teórica, la que nos permite comprender, debe estar siempre iluminada y orientada por la verdad, la razón práctica, la que nos permite obrar de una forma u otra, debe estar iluminada y orientada por la idea de Justicia.

- Así es. Suprimimos la Verdad si decidimos ignorarla a ella y sus exigencias, o si nos limitamos a aprovecharnos de lo que muestra para lucrarnos a expensas de los demás. Que el pensamiento sea útil y benéfico depende de su orientación. La brújula que nos impide perdernos es la idea de Justicia. De modo que tenemos una aparente paradoja: cuanto más claro ve la gente que no entiende (porque no puede o no quiere) lo que es justo, más perversa es. El pensamiento es una potencia que, a falta de orientación, sirve a tanto a buenos como a malos fines. Aristófanes ha subido hasta aquí, pero si pudiésemos ver a través de sus ojos cuando contempla este paisaje, comprobaríamos que para él todo está cubierto por un manto de niebla que le hace confundir la verdad con la oportunidad de negocio. Él no ve bien, ni le interesa, ve lo que quiere ver. Es otro esclavo más de sus particularidades: cree que será más libre en la medida que consiga más dinero, no se da cuenta de que quiere más dinero porque no es libre, porque está atrapado por él.

- ¿Y qué hay del resto de personas? Porque igual Aristófanes es la excepción y nosotros la norma, solo que aún no hemos podido comprobarlo.

- Respóndeme, Platón, ¿estás mejor aquí que atado a tu butaca?

- Por supuesto.

- ¿Y por qué crees que los demás van a ser distintos? Y si son iguales que tú, ¿por qué motivo no están todos y todas ya aquí, disfrutando del Bien y la Belleza? ¿Olvidas que esas personas han sido educadas precisamente para lo contrario, para desear, en el mejor de los casos, una mejor butaca, sombras de alta definición y un espectacular sonido digital?

- Es cierto, pero si bien es admisible que han sido condicionadas, de ninguna manera podríamos explicar nuestra presencia aquí si asumimos que esas personas han sido definitivamente determinadas. No, es un hecho que se puede salir de allí abajo, de esa caverna. La clave es, por tanto, cómo se hace. A mi modo de ver, se nos presentan dos posibilidades: por la fuerza o convenciendo. Lo primero es imposible, porque no tenemos con qué romper las cadenas y además está la seguridad de la sala, que va fuertemente armada y están muy bien organizada. Es mediante la persuasión, pues, que hay que sacarlos de allí.

- Resultas enternecedor, Platón, pero así solo conseguirás que te maten.

- ¿Que me maten?

- ¿Recuerdas a aquel anciano que creíste haber escuchado alguna vez? Se llamaba Sócrates y fue el que me enseñó a mí, el que me ayudó a liberarme de mis cadenas. Convencido de que debía persuadir a cuantos pudiera para que le acompañasen en su misión de ampliar el conocimiento y desbancar del poder a la opinión, ensayó mil formas distintas de debates, discusiones, exposiciones… Al final, se dio cuenta de que lo más efectivo para romper el ritmo y las rimas de los poetas, de quienes no paraban de hablar de nada haciéndose pasar por sabios de todo, eran las preguntas. El adormecedor hechizo de las palabras que otros ponen en nosotros queda fulminado ante las buenas preguntas: de repente, el que parecía ducho en una materia se demuestra un ignorante. Hasta tal punto entendió Sócrates que ese era el camino, que incluso se paseaba entre la muchedumbre preguntando qué era un zapato, trataba tozudamente de rescatar a la gente de la opinión que todo lo disuelve y mezcla, tratando de sustituir dogmas por conocimientos y voluntad de verdad. El resultado me estrangula el corazón: la propia gente, en asamblea, decidió matar a Sócrates para poder seguir viendo la pantalla con tranquilidad. No es simplemente una cuestión de persuasión y por tanto de voluntad, es también una cuestión de educación. Y resulta mucho más difícil y peligroso tratar de educar a quien cree que sabe que a quien tiene claro que no sabe. Ahí abajo, Platón, apenas encontrarás amigos, pero sí muchos enemigos. Las creencias y las opiniones, desligadas del saber, son todas miserables y, las mejores, son irremediablemente ciegas. Y además son osadas: no hay como la seguridad que da la ignorancia. Recuerda, ignorante no es quien hace preguntas porque todavía no sabe, sino quien no las hace porque cree que sabe. Es mucho más cómodo dejarse llevar por la corriente que nadar contra ella, y allí abajo la corriente es claramente adversa, es el reino de las sombras. Ay de aquel que trate de decirle al súbdito de la apariencia que abandone la tranquilidad de la ignorancia y se aventure, como ser libre, en el terrorífico mundo de lo desconocido. Como el conejo que creció en una jaula durante toda su vida, la multitud tiembla ante la ausencia de barrotes.

- Pero bueno Amaranta, todo esto que me acabas de decir sobre la gente de las butacas y Sócrates, ¿acaso no nos convierte en locos? Quiero decir, ¿qué derecho tenemos a proponer a esa gente un cambio de vida? ¿Acaso no es justo lo que democráticamente decidan que es justo, como matar a Sócrates por andar molestando a la gente?

- Si así fuese, Platón, no podríamos hablar de nada en general. Si lo que es justo, lo que es verdad, lo que es bello o lo que es bueno dependiera de lo que opina la gente, ¿no sería lo mismo que decir que lo bueno, lo justo, lo bello y lo verdadero equivalen a la opinión del que más habla, del que con más soltura lo hace o de quien controla los medios de comunicación? No habría conocimiento entonces, solo opiniones más o menos compartidas, mentiras consensuadas, experiencia práctica y, alguna que otra vez, acierto por obra del azar. No, aquí no se trata de defender un concepto de justicia que nos venga bien porque somos los mandatarios, o que nos reporte beneficios porque somos empresarios ambiciosos, sino una idea de justicia que valga tanto ahora como dentro de cien años. Que le valga a un gallego tanto como a un espartano. La razón nos habla a nosotras de la misma manera que hablará a las personas en el futuro y de la misma manera que hablaba a las del pasado. Nadie tiene derecho a decir que si hubiese nacido dos siglos después no hubiese sido racista, o machista. Respecto al racismo y al machismo, la razón siempre ha dicho lo mismo. Si vemos el mundo con los ojos de la razón, a la luz de la verdad y la justicia, y no con nuestros ojos particulares atravesados de nuestros dogmas y prejuicios, machismo y racismo resultan intolerables. Ayer, hoy y mañana.

- Y sin embargo, mucha gente sigue siendo racista y machista.

- Sin duda, Platón, pero ya no como antes. Antaño uno podía defender públicamente que era racista y machista, pero hoy, gracias al progreso forzado por movimientos antirracistas y feministas, sólo pueden hacerlo contra la razón, a contrapelo. Cuando la razón, la verdad y la justicia se pronuncian y germinan en la historia, esta difícilmente puede mirar para otro lado. Eso no significa que no se pueda restablecer la esclavitud o distintos modelos patriarcales, pero el hecho de que la mayoría sea machista, o de que vuelva a instaurarse la esclavitud con otro nombre, no impugna la idea de que no se puede tolerar, no impugna lo que nos dicta la razón. Hay cosas que son reales pero que son imposibles moralmente, inadmisibles. También cosas no reales (por ahora) que sin embargo son necesarias en términos morales. Y como somos seres libres, es decir, algo más que un mero efecto de nuestro ser hombres o mujeres, altos o bajos, empresarios o trabajadores…, podemos decir que no hay derecho a que las cosas sean como son. Independientemente de que, hasta donde conocemos, siempre hayan sido así.

- Fascinante. Pero no creo que a todo el mundo le guste lo que acabas de señalar. Especialmente a los defensores del relativismo. Ya puedo imaginarlos vituperándote a ti y a cualquiera que comulgue con tus ideas. Cuando vuelva allí abajo, lo más probable es que me encuentre solo. Porque si lo que dices es cierto, Amaranta, nadie puede cambiar con simples lecciones de moral un carácter fijado de antemano por las opiniones dominantes, por ese rumor constante y cotidiano de infinito eco que, pese a aparentar conflictividad, resulta ser del todo consensual. Si lo que estamos haciendo aquí es “filosofía”, amar el saber, lo que se practica en la caverna sin duda es filodoxia, amor por la opinión. Su lema, “soy libre de opinar cualquier cosa”, es el enemigo de la filosofía. Ese “cualquier cosa” destroza la naturaleza filosófica, es un puente que nos permite evitar el procedimiento racional y nos habilita, a su vez, para ser todo lo incoherentes que nos dé la gana, para huir siempre hacia delante sin pararnos a respetar ningún principio de valor universal. Ahí abajo no se puede ni defender que dos más dos suman cuatro sin que alguien te interrumpa diciendo que no está de acuerdo, que su opinión difiere y que exige una votación para definir qué es cierto y qué no. La verdad íntima les importa un rábano, no son más que sofistas y sicofantes.

- Cuidado Platón, porque si bien llevas razón, no debes olvidar nunca que esa gente de ahí abajo es tu gente, y que son iguales a ti. Por el motivo que sea tú estabas más predispuesto a aprender y a cambiar que la mayoría, pero eso no quita que ellos y ellas se merezcan a alguien que les muestre la puerta.

- Y tanto que lo merecen, que estén ahí abajo atados me indigna, pero no me hace considerarlos enemigos. Antes al contrario: en la guerra de la luz de la razón contra la oscuridad de la opinión, la gente es potencialmente tanto aliada como enemiga. Dicho de otra forma: las cualidades que hacen al filósofo, que habitan en todas las personas, se tornan en su contrario desde el momento en que son cautivas de un medio podrido. Nuestro problema, el de toda la humanidad, no es con esa gente, sino con una estructura social y de pensamiento que permite que la opinión haga las veces de verdad. Esa es la batalla fundamental.

- En efecto, Platón. Y es la primera y más esencial de las batallas políticas: la lucha por el significado. Primera y esencial porque aquello que estructura nuestro mundo, la semilla del conocimiento, de las leyes y las instituciones, son los conceptos. Dependiendo de lo que entendamos por verdad, por justicia, por ser humano, democracia, derecho, ley… diseñaremos un sistema u otro, votaremos a unos u a otros, nos posicionaremos en un bando o en el otro. ¿Qué creías, Platón? La filosofía es desinteresada, su única meta es el saber, la verdad por la verdad. Pero hasta la verdad necesita de alguien que la materialice, ella sola no se explica, no se habla, no se da a conocer ni se hace respetar. Por otra parte, la Verdad no suele ser neutral… Sabiendo lo que ahora sabemos, Platón, ¿te parece correcto o virtuoso que gobierne un líder de opinión, es decir, aquel que ha convencido a la mayoría de que es el adecuado?

- De ninguna manera, pero que sepa a quién no quiero como gobernante, no significa que tenga claro quién debe gobernar. ¿Todos y todas, quizá?

- No vas desencaminado. Imagina, Platón, que el Estado es un gran navío. En él encontramos carpinteros, marineros, cocineros, costureros… y un timonel. Imagina ahora que ese timonel alberga, gracias a su experiencia previa, algún débil conocimiento acerca de vientos, de mareas, de caladeros y de estrellas. Más mal que bien, es capaz de llevar la nave a puerto, de la misma manera que quien no sabe es capaz de acertar por casualidad. Pero, lamentablemente, está quedándose cada vez más ciego: cree que ya sabe todo lo que tiene que saber y confunde su opinión, basada en una mezcla de prejuicios y experiencias, con la verdad. Vista su incompetencia, marineros, cocineros, carpinteros y demás tripulantes comienzan a pelear entre sí para deponer al timonel y ocupar su lugar. La opinión general es que no es necesario poseer más conocimientos que los que ya se tienen para dirigir el barco. Es más, todos acordaron que aquel marinero que gritaba y vociferaba más y más alto era el mejor candidato a timonel. Pensaban que tener el consentimiento o el apoyo de la mayoría era más que suficiente, inútil tener ideas y peligroso, motivo de desconfianza, tener conocimientos. Así que una camarilla de marineros, la más resuelta, definitivamente consigue expulsar al anterior timonel y poner a su amigo en su lugar. El resultado no puede ser otro que el esperado, salvo que la fortuna interceda, pero ningún gobernante sensato ha de depender de la fortuna que no nace de sus propias virtudes e instituciones: el barco encalla y se pierde la mercancía y la vida de muchos de los marineros. Ahora imagina que, en medio de todo este caos, aparece un auténtico amante de los saberes, un filósofo, un aspirante a capitán que cuenta con un buen conocimiento teórico y cierta experiencia en la navegación, que sabe de corrientes, vientos y mapas de las estrellas. ¿Cómo crees, Platón, que va a tratarle la camarilla de marineros que se ha hecho con el timón, así como todos sus partidarios y aquellos que se dejan llevar por la aparente mayoría? ¿Acaso no tacharán a nuestro filósofo de dogmático, de populista, de arcaico e incluso de totalitario? ¿Acaso no acabarán eliminándolo, al menos de la vida política?

- Ciertamente lo intentarán, Amaranta. Pero tiene algo de sentido: ¿qué pinta un filósofo dirigiendo una nave?

- Puesto que la nave representa en este relato al Estado, la pregunta más bien debería ser al revés: ¿qué pintan en su gobierno los que no son filósofos? Cuidado: filósofo o filósofa es aquella persona que trata de ofrecer explicaciones racionales, coherentes y ordenadas sobre el mundo y aquello que lo estructura. Y esta pretensión, además, ha de estar guiada siempre por el Bien, esto es, la combinación entre Verdad y Justicia. Dime, Platón, ¿puede haber persona más capacitada para saber qué está bien y qué mal, qué es correcto y qué incorrecto, qué es justo y qué injusto, y para obrar en consecuencia, que un filósofo o una filósofa, según esta definición que hemos dado?

- No, desde luego. Si filósofo o filósofa es quien piensa y obra así, sin duda deberían ser quienes llevasen el timón.

- En efecto. Y ahora respóndeme a esto: si el filósofo debe gobernar porque es quien tiene por guía la verdad y la justicia, porque es el más capacitado para obrar acorde a estas Ideas, ¿al final, quién gobernaría?

- La Justicia, la Verdad, el Bien.

- En efecto, Platón. Sería el gobierno de todos y de nadie, el gobierno de cualquiera, el gobierno de la razón. El único marco en el que ese experimento llamado democracia podría funcionar: vaciaría de tronos y de templos la plaza pública para que fuese la propia ciudadanía la que ocupase ese espacio y así deliberar, en condiciones de igualdad, sobre cómo proceder, qué leyes elaborar, qué instituciones levantar… Para formar lo que algunos llaman la “voluntad general”, esto es, la voluntad que surge del cuerpo social cuando este se reúne en condiciones de igualdad para, mediante la razón, decidir los pasos a seguir.

- Es decir, Amaranta, que la idea final es simplemente poner el mundo a la altura de tres conceptos, tres Ideas: Verdad, Justicia y Belleza. O como les gusta decir a los modernos: Libertad, Igualdad y Fraternidad. Pues para ese proyecto, cuenta conmigo.


- Bienvenido a la revolución, Platón.