miércoles, 22 de julio de 2015

Los libros son para el verano

Llevamos un tiempo sin publicar, lo cual no significa que estemos parados. Las razones de nuestra ausencia son justificables. Estamos construyendo una página Web que no dejará a nadie indiferente. En ella se integrará nuestro Blog, La Guarida de la Gorgona, del que podréis disfrutar en poco tiempo.

Mientras el monstruo cobra vida, y para que no os olvidéis de nosotros, os recomendaremos lecturas para el verano. Una vez por semana os demostraremos nuestro amor por la lectura y la literatura universal aconsejando la lectura de una novela.
Empezamos con un libro desconocido de un autor muy conocido, una pequeña obra maestra, como dijo Thomas Mann. Una novela que refleja el espíritu de una época, una novela de formación que refleja la evolución de un adolescente tratando la dialéctica maniquea bien-mal, el inconsciente, los instintos y la decadente cultura burguesa.
Demian de Hermann Hesse.

No dudéis en dejar vuestros comentarios e interpretaciones sobre la novela. Estaremos encantados de debatir sobre enfoques y contenidos.




Obra cumbre de la literatura en lengua española. El gran García Márquez y el genial José Luis Borges no dudaron en catalogarla como una de las mejores novelas de la literatura universal. Su autor, Juan Rulfo, es considerado uno de los padres de la corriente estética del realismo mágico, y la novela que recomendamos, el parteaguas de la literatura mexicana:
Pedro Páramo de Juan Rulfo.
"Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo".
Líneas de tiempo, narradores omniscientes. Un relato complejo que requiere de la implicación del lector-contemplador en su interpretación. Un texto que marca un antes y un después.
Que lo disfrutéis, hasta la semana que viene.

domingo, 28 de junio de 2015

Ciclo de conferencias: Hitos de la Cultura Japonesa.


Hace poco más de una semana que dimos la última clase de nuestro curso "Hitos de la cultura japonesa". Pese a su brevedad, ya que fue diseñado específicamente para 3 únicas clases, creemos que el resultado ha sido más que satisfactorio, tanto para nosotros como para quienes asistían al aula. Cuando ideamos Círculo Cultural Perseo decidimos tratar de ampliar la oferta cultural y educativa tanto como nos fuera posible, incluyendo una serie de pequeños cursos de carácter divulgativo y de temática muy variada impartidos por nosotros mismos. Agradecemos enormemente a todos aquellos que asistieron la oportunidad que nos habéis dado para crecer y seguir adelante.

El curso "Hitos de la cultura japonesa" fue diseñado con el pretexto de acercar el país nipón hasta nosotros de una manera sencilla y cómoda, pero que a su vez, tratando de ser bastante exhaustivo. Para cumplir estos objetivos hemos repasado su historia, religiosidad y rasgos culturales más prominentes o llamativos, todo ello acompañado de un soporte visual que complementaba el aporte teórico. En un futuro, no sólo esperamos retomar este curso ante un nuevo público, sino que pretendemos ampliar este ciclo con otros países o culturas que puedan resultar igual de fascinantes. Éste ha sido el primer paso de muchos que quedan por dar, y con esfuerzo, ilusión y el apoyo que nos ofrecéis a diario, estamos seguros de que vamos por el buen camino. Una vez más, desde Círculo Cultural Perseo, os damos las gracias.


El país del sol naciente

La decisión de escoger Japón como la primera de nuestras paradas fue bastante sencilla. La lejanía del archipiélago japonés hace complicado a cualquier curioso viajar hasta allí, de modo que quizás, lo más práctico era traerlo hasta nosotros. Hay pocos lugares en el mundo que puedan seducir tanto al público como lo consigue este país: su insularidad e historia particular forjaron una nación de rasgos únicos. Por otra parte, como historiadores, somos conscientes de que oriente despierta una enorme curiosidad gracias a un riquísimo legado cultural, que nos es en gran parte desconocido para el público general.

Para lograr nuestro objetivo decidimos crear un temario que no dejara demasiados aspectos en el aire, aunque sin olvidar que debíamos tener cuidado de no excedernos con el contenido ante la brevedad del curso. En el equilibrio estaba la clave.

Durante la primera jornada abordamos una serie de características básicas que creímos fundamentales para edificar todo el temario posterior: la geografía de Japón y el contexto histórico. La insularidad de Japón facilitó el aislamiento de sus habitantes tanto con los países vecinos como con otros más lejanos. Esto no significó necesariamente que Japón no se viera influenciado por otros estados, pero sí condicionó fuertemente su idiosincrasia, algo que queda completamente al descubierto en cuanto nos sumergimos en su historia. Por otra parte, al prestar atención a esto último, descubrimos que el desarrollo histórico del archipiélago japonés es como poco bastante llamativo. Hablamos de un país que durante siglos apenas tuvo influencia externa (y que tampoco influyó en el desarrollo de otros estados), y que sorprendentemente, consiguió evitar ser colonizado por las potencias europeas para acabar convirtiéndose en un imperio colonial propio, en un margen de tiempo sorprendentemente pequeño.

Durante la segunda jornada, nuestra atención se centró principalmente en la religiosidad y creencias del pueblo japonés, al tiempo que acabamos analizando el impacto que tuvo occidente así como la propagación del cristianismo dentro de sus fronteras. Para dar solución a lo primero, repasamos los aspectos fundamentales del budismo y del sintoísmo (la religión nativa del pueblo japonés), incluyendo una buena selección de sus leyendas y mitología. Para lo segundo, no sólo revisamos el contacto que tuvieron con los primeros europeos, sino que observamos el cambio cultural y político que significó para el pueblo nipón.



Finalmente, la tercera jornada nos dio la oportunidad de exponer las figuras más emblemáticas de la historia japonesa como fueron los samurái, los shinobi o ninja y las geisha. Gracias al cine y la televisión, todos tenemos en mayor o en menor medida una idea preconcebida de quiénes eran estos personajes, pero consideramos fundamental enfocar nuestro esfuerzo en separar la realidad histórica de la visión subjetiva que de ellos tenemos. Para finalizar, no quisimos dejar de echar un vistazo a algunas de las manifestaciones artísticas más tradicionales de Japón como el ikebana o arreglo floral, el origami o la ceremonia del té.

En definitiva, consideramos que nuestra idea de englobar los aspectos más sustanciales de la historia de Japón en un ciclo breve pero a su vez, que fuera notable en su contenido y forma, fue bien acogida por nuestros asistentes. De esta manera, estamos convencidos de que esta experiencia se repetirá y ampliará en un futuro.

Como hemos dicho anteriormente, sin vosotros, nada de esto sería posible. Gracias.


sábado, 13 de junio de 2015

Tipos de Gladiadores V - Secutor y Provocator

Lucha entre retiarius, con el dedo levantado en gesto
de rendición, y un secutor. Fragmento del mosaico
de Zliten, en Libia (s. II d.C.)
El secutor, también conocido como contraretiarius, fue creado básicamente para combatir contra el retiarius. Este tipo de gladiador tiene sus orígenes en el murmillo, del solo se diferencia por la forma de su casco. Su equipo estaba formado por un casco, un escudo rectangular scutum, una greba en su pierna izquierda, una manica en su brazo derecho y una espada gladius.

Su casco tenía una forma bastante básica, era liso con una cresta redondeada (como una aleta) sin aristas, con pequeños orificios para los ojos. Esta forma servía para evitar quedarse atrapado en la red y poder protegerse de los ataques del tridente, por esto los agujeros para los ojos eran bastante pequeños, ya que las puntas del tridente podían entrar por las aberturas de los ojos de los cascos de otros tipos de gladiador. Carecía de visera y adornos que permitiesen que la red se enredase.

El estilo de lucha del secutor era la del cuerpo a cuerpo cercano, sin dejar que su contrincante se alejase y así evitar su ataque con la red. Por esto el retiarius, que poseía un equipamiento más ligero, se movía en círculo y buscaba la distancia suficiente para poder atacar. Esto se veía favorecido por el casco del retiario, que al tener las aberturas de los ojos bastante pequeñas, tenía muy limitada su visión e incluso el oído. Además, la poca ventilación hacía que fuese difícil el poder respirar con normalidad.

Como anécdota añadir, que los secutores fueron los gladiadores favoritos del emperador Comodo, quién salía a menudo a la arena como un secutor.

El otro tipo que nos ocupa hoy, es algo peculiar, ya que más que un tipo concreto es un estilo de lucha. El provocator (también conocido como spatharus porque luchaba con una spatha aun más larga que la spatha normal). Llevaban en el pecho una coraza (cardiophilax), una gran pieza de metal que cubría el pecho y que en ocasiones era de escamas de metal. Se ajustaba con unas correas de cuero alrededor de la espalda.

Relieve de un provocator rodeado de
coronas de la victoria. Hallado en Éfeso,
actualmente en el Staatliche Musen, Berlín.
De casco usaban el modelo que llevaban los legionarios, es más, los gladiadores recibían el último modelo. Con el tiempo fue evolucionando: desaparecieron las carrilleras y apareció un visor con aberturas redondas y reticuladas para los ojos. Los últimos modelos tenían viseras dobladas hacia abajo que protegían la nuca. Cuando no se enfrentaba a otro provocator, este era emparejado con algún tipo gladiatorio que poseía alguna ventahja comparable a la que él tenía por la larga hoja de su spatha, como el dimachaerus, que luchaba con una espada en cada mano.

Hay un debate sobre si originalmente era un tipo asociado a un criminal o prisionero de guerra sentenciado a pena capital, que podía, no obstante, obtener clemencia al ganarse la simpatía de los espectadores. Esto viene dado del término judicial romano de tiempos de la República: se decía de un prisionero condenado tenía derecho de apelar al pueblo (provocatio ad populum). La forma de luchar de este tipo, que comprendía falsas retiradas seguidas de contraataques, cambió, no obstante, la implicación y sentido del término.

El provocator fue uno de los gladiadores que desaparecieron con la reforma augusta.

sábado, 6 de junio de 2015

El camino entre Madrid y Toledo

Aunque hoy muchos lo ignoran, la historia de nuestra ciudad ha estado fuertemente ligada a la ciudad de Toledo. La misma fundación de Magerit, el nombre árabe con el que se denominaba a Madrid, por parte de las autoridades del Califato de Córdoba, estuvo relacionada con que este asentamiento sirviera de protección para la vieja Toletum.

Durante el Medioevo, en un contexto de habituales conflictos entre los reinos cristianos y los islámicos, las zonas de frontera solían ser un hervidero de razzias y combates entre las fuerzas de uno y otro bando. En el lugar donde hoy se asienta el Palacio Real se construyó una atalaya que vigilaba los pasos de montaña, un lugar desde donde dar la alarma si los cristianos trataban de marchar hacia el sur. Toledo, una de las ciudades más importantes de entonces, era un objetivo clave para los reyes cristianos debido a su valor estratégico, simbólico y económico. Con el tiempo, aquella atalaya acabó por convertirse en un auténtico alcázar con un pequeño caserío amurallado a sus pies. Los primeros madrileños poblaron una tierra fértil y repleta de acuíferos, gracias a lo cual, Magerit pudo crecer hasta convertirse en una ciudad con nombre propio en el centro de la península.

La caída de la taifa toledana ante las huestes del rey castellano Alfonso VI también supuso el cambio de manos para Madrid. Nuestra Villa continuó creciendo en tamaño e importancia, hasta el punto de ser escogida como capital de la monarquía varios siglos después. No obstante, Toledo como sede del Primado de España, seguía gozando de un fuerte poder político y económico, y durante siglos continuaría poseyendo una notable influencia en ciudades como Madrid o Alcalá de Henares que no disponían de diócesis propias.

No ha de extrañarnos, entonces, que todavía perduren en la capital bastantes lugares que hagan referencia a tan estrecha relación. Hablamos de la calle, la puerta y el puente de Toledo, varios elementos que comunicaban Madrid con la urbe toledana, así como con las restantes ciudades que conectaba el Camino Real del Sur.

La calle de Toledo

La calle de Toledo es una de las más emblemáticas de la ciudad. Tiene su origen en la Plaza Mayor, concretamente en el denominado Portal de Cofreros, y aún hoy guarda su valor histórico como vía eminentemente comercial, donde muchos comercios mantienen el aspecto de las tiendas del viejo Madrid. Al ser una vía de comunicación directa con la ciudad Imperial, esta calle siempre estuvo muy transitada, y en sus cercanías abundaban las posadas y otros edificios destinados al descanso de los viajeros, incluidas algunas mancebías de renombre.

Si descendemos la calle desde la Puerta Mayor no tardaremos en encontrarnos dos construcciones de primera categoría: la Real Colegiata de San Isidro y el Instituto de Enseñanza Secundaria San Isidro, otrora el Colegio Imperial.

La Real Colegiata de San Isidro fue edificada en el siglo XVII como iglesia del antiguo Colegio Imperial, convirtiéndose en la catedral de Madrid hasta 1993, año en el que la Catedral de la Almudena terminó de construirse y fue consagrada. Se trata de uno de los lugares de culto más importantes de la ciudad puesto que en su interior descansan los restos mortales de San Isidro, patrón de Madrid, y de su esposa,  Santa María de la Cabeza.
El Colegio Imperial, por su parte, es algo más antiguo. Cuando Felipe II decide asentar la capital de la Monarquía Hispánica en Madrid, la ciudad carecía de un verdadero centro de enseñanza, puesto que únicamente existía el llamado Estudio de la Villa, creado en el siglo XIV. Se decidió abrir un nuevo centro dirigido por la Compañía de Jesús que comenzaría a ser construido en la calle Toledo en el año 1564, empezando a funcionar en 1572 bajo el nombre de Colegio de San Pedro y San Pablo de la Compañía de Jesús. Años más tarde, concretamente en 1603, y gracias al patronazgo de la Emperatriz María de Austria, se reconstruyó el edificio, quedando con el nombre de Colegio Imperial. Como curiosidad mencionar que, en un principio, cuando se pretendía construir el colegio para los jesuitas, pensaron levantarlo en las cercanías del alcázar, pero finalmente se canceló la idea al querer el rey Felipe II ampliar el tamaño del castillo.

Pese a que hoy en día ya no exista, otro de los edificios de gran importancia que cobijó esta calle fue el hospital-convento de la Latina. Este complejo fue edificado a principios del siglo XVI, entre los años 1499 y 1507, por Beatriz Galindo y su esposo Francisco Ramírez, secretario de los Reyes Católicos. Si bien el verdadero nombre del hospital era el de la Concepción de Nuestra Señora, siempre fue conocido por el apodo de su fundadora, La Latina. Éste sobrenombre por el que era conocida se debía al soberbio conocimiento que tuvo del latín, convirtiéndose en toda una autoridad en lo que a esta lengua se refiere.

La Puerta de Toledo

Muchos otros edificios o monumentos históricos han tenido su lugar en la calle Toledo, demasiados para ser enunciados en una publicación que pretende ser una breve reseña. Sin embargo, es imposible dejar de mencionar la Puerta de Toledo.

Hubo otras anteriores con el mismo nombre en puntos más cercanos al centro histórico de la ciudad como fueron el Postigo de San Millán próximo a Cascorro, o la Puerta de La Latina, cercana al hospital antes mencionado. En 1625, al construirse la cerca de Felipe IV, se levantó una nueva situada en las cercanías del matadero del Rastro. Ésta era la zona de Madrid por donde accedía el ganado y donde se situaban la mayor parte de los establecimientos regentados por matarifes, curtidores de piel y otros trabajadores ligados al sector de la ganadería. Sabemos, gracias al plano de Teixeira, que aquella puerta era de ladrillo y en sus proximidades tenía dos fuentes.

La Puerta de Toledo actual, que también sirvió como acceso a la ciudad tras la desaparición de la anterior, es del siglo XIX. Fue durante la época napoleónica, bajo el reinado de José I Bonaparte, cuando se diseñó el primer proyecto de construcción de una puerta de carácter monumental que adecentara la entrada a la ciudad desde el sur. Las obras apenas habían dado comienzo cuando Fernando VII consigue hacerse con el trono de España, por lo que las autoridades de la ciudad decidieron dejar el proyecto, todavía inconcluso, en manos del afamado arquitecto Antonio López Aguado. Éste acabó por diseñar el monumento que nos ha llegado hasta hoy en día, y que terminó de construirse entre los años 1816 y 1827. Una puerta similar a la de Alcalá, de estilo neoclásico, que recuerda a un arco triunfal donde se homenajea a Fernando VII y la independencia española frente a los franceses.

Pero lo más singular de todo es lo que descansa bajo sus cimientos. Enterrada bajo la puerta hay una “cápsula del tiempo”, es decir, un cofre que guarda diversos elementos para ser desenterrados en un futuro. Fue el equipo de José I quién tomó esta acertada decisión, guardando en su interior una serie de objetos de la época: monedas, una guía de la ciudad y cartas otorgadas por el monarca. Tras la salida de los franceses, la cápsula fue desenterrada, y se sustituyeron las cartas otorgadas por un ejemplar de la Constitución de 1812 y varias medallas con la efigie de Fernando VII. Curiosamente, poco después, este mismo rey decidió reabrir el cofre para eliminar aquella copia de la misma carta magna que él mismo abolió.

Norias en el Puente de Toledo, del artista escocés David Roberts


El Puente de Toledo

Si continuamos nuestro camino más allá de la Puerta de Toledo no tardaremos en llegar a las orillas del río Manzanares, y si lo cruzamos, entraremos en la zona que tradicionalmente se conocía como los Carabancheles. La actual construcción barroca del puente fue realizada entre los años 1712 y 1738 por el célebre Pedro de Ribera, uno de los arquitectos madrileños más prolíficos. Curiosamente, el puente era el tercero en ocupar el mismo espacio, puesto que la construcción de Juan Gómez de Mora y José de Villareal (datada entre los años 1649 y 1660), y una posterior de José del Olmo y Teodoro Ardemans (entre 1682 y 1684) desaparecieron en sucesivas crecidas del río que acabaron por destrozar la integridad de aquellos puentes.
En cambio, el actual parece no querer abandonarnos, y su imagen tradicional dibuja una estampa maravillosa en el paisaje de Madrid Río. Una curiosa fusión entre lo viejo y lo nuevo, entre los recuerdos de un Madrid que hunde sus raíces en el tiempo y el otro Madrid que brilla como ejemplo de modernidad.

Antes de despedirnos, comentar finalmente que en mitad de este puente existen dos hermosos grupos escultóricos: las hornacinas que protegen las imágenes de San Isidro y Santa María de la Cabeza. De nuevo una mención a estos santos tan venerados en nuestra ciudad y que de algún modo parecían despedirse y darle la bienvenida a todos los viajeros que a través de aquel camino viajaban entre las ciudades de Madrid y Toledo.

domingo, 31 de mayo de 2015

El efecto Pigmalión

Pigmalión y Galatea de Louis Gauffier
AUTOR: Andrés Parada López

La confianza que los demás tengan sobre nosotros puede darnos alas para alcanzar los objetivos más difíciles. Ésta es la base del efecto Pigmalión, que la psicología encuadra como un principio de actuación a partir de las expectativas ajenas, y que se me antoja clave hoy en día tanto en la vida como en el deporte.

Las profecías tienden a realizarse cuando existe un fuerte deseo que las impulsa. Nadie te asegura que esto se cumpla. Pero puestos a elegir, yo siempre escojo el lado positivo y optimista de las cosas. Dicen que una persona optimista tiende a rendir entre un 65% y un 100% más en el trabajo. Dicen que una persona optimista suele vivir unos 7 años más de media. 

¿De qué manera pueden verse alterados nuestros comportamientos a partir de las creencias que tienen los demás sobre nosotros? ¿Las expectativas favorables que sobre nosotros tiene nuestro entorno de afectos y amistades pueden llevarnos a llegar más allá de lo que esperamos? O, por el contrario, ¿cuántas veces ni lo hemos intentado o nos ha salido mal, movidos por el miedo al fracaso que otros nos han transmitido o su falta de confianza?

Esto es fundamental en el mundo del deporte, detrás de cualquier éxito deportivo encontramos una mentalidad positiva, optimista y de confianza en uno mismo que facilita la superación de las adversidades y nos permite afrontar los objetivos marcados de otra manera.

Lo que los demás esperan de uno puede desencadenar un conjunto de acciones que nos lleven mucho más allá de lo que podemos imaginar, en lo mejor y en lo peor. Nos encontramos muy predeterminados por lo que los demás piensen de nosotros. Este principio de actuación a partir de las expectativas de los demás se conoce en psicología como el efecto Pigmalión. Todo esto podemos comprobarlo a diario en nuestros equipos de trabajo, en el grupo de amigos o en nuestra propia familia.

Tan curioso nombre nace de la leyenda de Pigmalión, antiguo rey de Chipre y hábil escultor. En sus Metamorfosis, Ovidio recreó el mito y nos contó que Pigmalión era un apasionado escultor que vivió en la isla de Creta. En cierta ocasión, inspirándose en la bella Galatea, Pigmalión modeló una estatua de marfil tan bella que se enamoró perdidamente de la misma, hasta el punto de rogar a los dioses para que la escultura cobrara vida y poder amarla como a una mujer real. Venus decidió complacer al escultor y dar vida a esa estatua, que se convirtió en la deseada amante y compañera de Pigmalión.

Como en la leyenda, el efecto Pigmalión es el proceso mediante el cual las creencias y expectativas de una persona respecto a otro individuo afectan de tal manera a su conducta que el segundo tiende a confirmarlas. O lo que es lo mismo, en la manera en que somos capaces de transmitir a los demás nuestro positivismo, optimismo y confianza para lograr el éxito en lo que nos propongamos, será mucho más fácil que lleguemos a conseguirlo.

Artículo publicado el 4 de noviembre de 2014 en el periódico "Al día Leganés"

jueves, 28 de mayo de 2015

Tipos de Gladiadores IV - Retiarius

Lucha entre un retiarius ,que ya ha perdido la red,
y un secutor. Villa romana de Nenning, Alemania
(siglo II-III d. C.)
Su nombre deriva de su arma más característica, la red (rete en latín). Esta red cuadrada tenía unos pesos en las esquinas para facilitar su lanzamiento. El retiarius necesitaba una distancia mínima para poder maniobrar la red y así lanzarla al enemigo y que quedase enredado en ella. Para este fin se ayudaba de un tridente (fuscina) de larga asta, el cual portaba en la mano derecha junto con una daga (pugio). Igualmente, la red tenía un cordel que iba atado a la muñeca izquierda del gladiador para así poder recuperarla en caso de errar el tiro. Si el retiarius lo veía necesario podía cortar la cuerda con el pugio y pasar a una segunda fase en el combate, en la que su única arma sería el tridente. Otra razón para cortar la cuerda podía ser el hecho de que el tiro fuera exitoso y el enemigo comenzase a atraer al retiarius hacia él con el peligro que conllevaba por el mejor armamento que poseía el contrario.


Como protecciones contaba con una manica que portaba en el brazo izquierdo (brazo de la red) que era el que quedaba más expuesto a la hora del lanzamiento. En el hombro del mismo brazo se colocaba el galerus, una placa de bronce, casi cuadrada. Se proyectaba unos 12-13 centímetros para proteger el cuello y la mayor parte de la cabeza de los golpes laterales. El borde superior del guardahombros estaba ligeramente curvado hacia afuera, lo que retardaba los golpes deslizantes y permitía a la cabeza moverse libremente. La testa no tenía más protección, ya que para poder maniobrar la red necesitaba tener un buen campo de visión.

Conociendo el gusto de los romanos por las confrontaciones por tipologías de gladiadores en la arena, este no era una excepción. Los retiarii se enfrentaban en la mayoría de las ocasiones a un secutor (seguir en latín, por la acción que realizaba de seguir al retiarius). Este gladiador se creó de forma específica para hacer frente a las armas y las defensas del pescador. Otra confrontación común era contra el murmillo (pez), la lucha entre el pescador con su red y el pez. El casco característico del murmillo con su cresta, hacía que fuese fácil que la red se le enredara en la cabeza destinándolo a un final fatal.

En la parte inferior de este mosaico del Museo Arqueológico Nacional de España, en Madrid,
el retiarius Kalendio captura al secutor Astyanax con su red.
Resulta curioso porque, en la imagen superior Kalendio aparece herido y tendido en el suelo,
 mientras que eleva su daga en señal de rendición.

Una vez se pasaba a la segunda fase del combate en la que el retiarius había perdido la red, era preferible usar el mango del tridente con las dos manos, lo que permitía al luchador usar ambos extremos y poder imprimir mayor potencia a sus ataques. Pese a esto, el gladiador podía empuñar la daga con la mano izquierda, donde le protegía la manica y el galerus, y mantener el tridente en su mano derecha. El casco del secutor era liso para que los ataques del tridente resbalasen por su superficie. Lo que podía hacer el retiario era enredar entre los dientes de su arma la espada el secutor o presionar los bordes del escudo.

El retiarius participaba también en una modalidad de combate especial que consistía en colocarse sobre un estrado cuadrado (entre 1 ó 2 metros sobre la arena) al que solo se podía acceder desde dos rampas opuestas. Desde esa posición ventajosa, el retiarius debía hacer frente a dos sectores que ascendían a la vez, uno por cada lado, tratando de derribarle. En la plataforma contaba con un número indeterminado de piedras para poder defenderse de los atacantes. Esta modalidad se conocía como pontarii, por la forma de puente (pons) que tenía la plataforma.

martes, 19 de mayo de 2015

Los milagros de San Isidro

Hornacina del puente de Toledo (Madrid)
 con la imagen del Santo obrando el milagro del pozo.
San Isidro labrador quita el agua y pon el sol. Así reza el interdicto que se repite todos los años el 15 de Mayo, cuando la ciudad de Madrid disfruta de la fiesta en honor de su patrón. En palabras de Claude Leví-Strauss podemos decir, sin equivocarnos, que la estructura del relato que construye a Isidro como santo milagrero tiene gran eficacia simbólica, perviviendo hoy en el imaginario de los madrileños. La devoción que se le profesa se ve objetivada cada año en los rituales, sacros o profanos, que se realizan durante la fiesta, como beber el agua milagrosa del Santo, tradición que indica que seguimos inmersos en una estructura de pensamiento mítico. Análisis antropológicos aparte, nuestro deseo es recordar algunos de los milagros que Isidro realizó en vida, que conocemos gracias a un códice del siglo XIII, escrito en letra gótica y guardado en el archivo de la monumental Colegiata de San Isidro. Su posible autor, Juan Gil de Zamora, erudito de la corte de Alfonso X el sabio, redactó los milagros del Santo en fechas tardías del siglo XIII, muy alejado en el tiempo de los sucesos que narraba. Isidro fue un simple mozárabe, probablemente de los pocos que habitaban el Mayrit musulmán. Pocero primero, y labriego después, anduvo de aquí para allá sirviendo siempre con obediencia a sus patricios patrones: en Buitrago, Caraquiz, Vega del Jarama, Torrelaguna, Talamanca y, como no, Madrid, donde cuidaba las fincas de Juan de Vargas, muy cercanas a las parroquias de san Andrés y San Justo, lo que permitía a Isidro satisfacer sus dos vicios, el trabajo y la oración. Pero la figura de Isidro no ha llegado a nuestros días únicamente por ser devoto, servicial trabajador y cristianísimo practicante. Uno pasa el examen de Santo cuando obra milagros, y la taumaturgia se encontraba entre las virtudes de San Isidro, virtudes que casualmente compartía con su devota esposa, María Toribia (Santa María de la Cabeza), que acostumbraba a caminar sobre las aguas del Jarama. 

El milagro del molino.

La caridad de Isidro era de sobra conocida, su generosidad y solidaridad con los más humildes le hacían vecino querido en toda la Villa. La caridad de Isidro no se circunscribía únicamente a los seres humanos, para él todas las criaturas son obra del Señor, y así lo demostraba cuando tenía ocasión. Cuentan que en un frio invierno madrileño, donde un gran manto blanco no dejaba ver el suelo, caminaba Isidro con su ayudante hacía un molino para moler trigo. Con el saco a rebosar, disponían a marcharse, cuando observó a unas palomas posadas en las ramas de un árbol. Pensó en la triste suerte que correrían los animales si no se alimentaban debidamente, y con brío aparto la nieve del suelo, creando un espacio liso donde vertió gran cantidad del trigo que había molido para su propio disfrute. Las palomas descendieron veloces a degustar el manjar. El ayudante miró a Isidro con desdén, increpándole, resaltando la estupidez de su acto. Pero cuando retornaban su camino se obró el milagro, el saco casi vacío pesaba demasiado, al abrirlo se sorprendieron, ya que no faltaba ni un solo grano de trigo.

El milagro de los bueyes. 

Se dice que Isidro ejercía de arrendatario para un señor de Madrid, a cambio de un sueldo anual. Labraba los campos con esmero, y llevaba una vida espartana basada en la oración y el trabajo. Isidro gastaba gran parte de su jornada en visitar las Iglesias de Madrid; aun así, los campos en los que desarrollaba sus labores eran los más cultos y cuidados. El resto de labradores que trabajaban para el caballero madrileño no daban crédito. Comenzaron a envidiarlo, creando rumores sobre su holgazanería. Algunos de ellos fueron con la cantinela al caballero, narrándole historias de absentismo laboral sobre Isidro, que pasaba más tiempo disfrutando de vida contemplativa que encargándose de los quehaceres terrenales. El caballero, alarmado, decidió espiar a Isidro durante una jornada entera para confirmar la veracidad de la rumorología. Observó con enfado que Isidro marchaba temprano a la Iglesia de Santa María, donde pasaba largas horas rezando, llegando tarde a realizar sus labores. El caballero se decidió a abroncarlo mientras labraba. Para su sorpresa, andando hacía Isidro, vio que éste estaba flanqueado por unos ángeles y dos robustos bueyes blancos inmaculados que araban los campos. Estupefacto, pestañeó, y vio que el Santo estaba solo, labrando en silencio. Tras meditar unos instantes, el caballero interpeló a Isidro para que le explicase donde estaban los ayudantes que tenía para mantener los campos en óptimo estado, trabajando tan pocas horas. El labriego le contestó que no tenía más ayuda que la que le imploraba a Dios Nuestro Señor. El Caballero se percató del prodigio del que acababa de ser testigo e hizo saber a los ciudadanos de la Villa que en ese humilde labrador residía la gracia divina.

San Isidro orando.

El milagro del lobo. 

Caminaba Isidro en un festivo día de verano por la Villa, en dirección a la Iglesia de Santa María. Dos zagales le interceptaron y le advirtieron que un temible lobo estaba intentando dar caza a su borriquillo. Con voz calmada les contestó: <<id en paz hijos, hágase la voluntad del Señor>>. Isidro entró en el templo y rezó sus oraciones, después de satisfacer su necesidad espiritual, fue a ver a su borriquillo. Encontró al lobo en el suelo, fulminado, y a su borriquillo intacto, sin herida alguna de lucha. El Santo no se inmuto, volvió tras sus pasos y entró en la iglesia para dar gracias a Dios.

El milagro de la olla.

Sabido era en la Villa que Isidro cumplía con creces las prácticas cristianas. El Santo gustaba de dar en concepto de limosna lo poco que poseía. En su casa se congregaban los desfavorecidos para llevarse algo de comer a la boca. Un mediodía María preparaba en una gran olla un guiso para alimentar a los pobres que se habían acercado invitados por Isidro. Cuando todos se hubieron marchado apareció un rezagado demandando manduca. Isidro le pidió a su esposa que, por favor, le diera algo de lo que hubiese sobrado. María había comprobado con amargura que la olla estaba vacía, acercose al hombre que se hallaba  al lado de Isidro para darle la funesta noticia. En el momento en que destapó la olla se hizo el milagro, el recipiente estaba rebosante de suculento guiso. El pobre comió como un marqués. A partir de ese día todo el mundo supo de lo sucedido y el prodigio recorrió Madrid de boca en boca.

El milagro del pozo.

Isidro servía en las fincas de los Vargas y residía en una humilde casa muy cerca de la Iglesia de San Andrés. Estando labrando los campos de la noble familia al otro lado del Manzanares, recibió una funesta noticia: su hijo Illán había caído en un pozo profundo de la casa. Isidro se encontró a su esposa afligida, al pie del pozo, sollozando por no poder rescatar a su hijo caído. El Santo tranquilizo a María y, con tono sosegado, la invitó a que confiase en la misericordia del Señor. Juntos se arrodillaron pidiendo a Dios y a la Virgen que salvase a su hijo. En ese instante las aguas comenzaron a brotar de las profundidades del pozo hasta el brocal, elevando al zagal sobre estas, intacto. 
El pozo en el que cayó Illán se puede contemplar hoy en el Museo de los Orígenes, conocido popularmente como Casa de San Isidro, en la Plaza de San Andrés.

El milagro de la fuente.

Se hallaba Isidro labrando las tierras de los Vargas como de costumbre. Era verano, el calor derretía los aperos y endurecía la tierra. Juan de Vargas apareció sofocado y jadeante, miró a Isidro y le pidió agua para beber. El Santo, que había terminado sus reservas, tomó su cayado, miro al cielo, hizo la señal de la cruz, y golpeando el suelo varias veces dijo: <<Cuando Dios quería, aquí agua había>>. El agua comenzó a brotar a torrentes del suelo, satisfaciendo la petición de su Señor, que quedó absorto ante la magnitud de aquel milagro. En el lugar donde el santo golpeó el suelo se construyó la afamada fuente cuyas aguas milagrosas poseen propiedades curativas y, con la Ermita de San Isidro mandada construir por Isabel de Portugal, es lugar de obligada peregrinación el 15 de Mayo.

El milagro de la hija de los Vargas.

Tenían los Vargas una única hija, santa de su devoción, a la que Isidro amaba como una hermana. Un trágico día María Vargas cayó muy enferma. Nadie encontraba remedio al mal que padecía  y murió dejando a padres y Santo desolados. En el largo velatorio, Isidro se acercó al cuerpo sin vida de la joven y rezó con todas sus fuerzas una plegaria. Cuando terminó el rezo interpeló al cadáver: ¡María! La sorpresa de todos los presentes se desató con la respuesta de la chica: ¿Qué quieres Isidro? El milagro se hacía carne, María había resucitado.

Esta serie de milagros forman parte del acervo cultural de la tradicional fiesta de San Isidro. Algunos faltan, pues el santo siguió obrándolos después de muerto, como los consejos que le dio a Alfonso VIII en las Navas de Tolosa o salvando de una muerte segura al rey Felipe III; aunque el mayor de los milagros es que su cuerpo incorrupto se conserve a día de hoy, después del largo peregrinaje que sufrió desde su exhumación en 1212, pasando por San Andrés, la Capilla del obispo, vuelta a San Andrés, Real Capilla de San Isidro, hasta que un 4 de febrero de 1769 Carlos III zanjó el asunto, fijando la residencia del Santo en la Iglesia de la Compañía de Jesús, lo que hoy conocemos como la Real Colegiata de San Isidro. En recuerdo del Santo os regalamos esta entrada. 

domingo, 17 de mayo de 2015

La Pradera de San Isidro

La primavera nos deja días muy especiales a los habitantes de la capital. Hace unas pocas semanas, concretamente el dos de mayo, se celebraba el Día de la Comunidad de Madrid, fiesta regional que conmemora el levantamiento del pueblo madrileño durante la ocupación francesa. Sin embargo, este fin de semana nuestras calles se han engalanado para un evento mucho más alegre y castizo como ningún otro: las Fiestas de San Isidro Labrador del quince de mayo.

Nuestra fiesta patronal, perfectamente representada en las pinturas del maestro Francisco de Goya, es famosa por sus verbenas y romerías. La Pradera de San Isidro, en el barrio de Carabanchel, se llena de puestos, terrazas y atracciones para el disfrute de todos los vecinos y visitantes de nuestra hermosa Villa. Entre sus arboledas y verdes prados podemos ver a centenares de chulapos y chulapas, nombre por el que se conoce a quienes deciden engalanarse con las prendas más típicas del Madrid castizo, bailando al son de la música y disfrutando con los manjares que allí se venden. A muchos otros los encontraremos junto a la Ermita de San Isidro, un pequeño templo construido sobre el famoso manantial del que supuestamente brotan aguas milagrosas, que constituye uno de los elementos más simbólicos de estas celebraciones.

Sin embargo, nuestra festividad no se deja ver únicamente en este singular paraje. Las calles del centro, en especial aquéllas que rodean los Jardines de las Vistillas, se convierten al atardecer en un hervidero de gente dispuesta a divertirse y a disfrutar de la vida como sólo aquí sabemos hacerlo. Dicen que Madrid es una ciudad que nunca duerme y desde luego, a sazón de lo visto estos días, puede que tengan razón.

Nuestro objetivo con esta publicación es acercar al público algunas curiosidades sobre estas fiestas y sus elementos más característicos, que puede que sean desconocidas para muchos.

Baile a orillas del Manzanares, Francisco de Goya


El chotis, un baile muy europeo.

Aunque nuestro baile regional es conocido por muchos, sus orígenes sorprenden a cualquiera. Se trata de una danza centroeuropea, originaria de Bohemia, basada probablemente en un bailable popular escocés. Tuvo mucho éxito en países como Francia o Alemania, donde recibió los nombres de éxossaise y schottisch  respectivamente.

En España fue conocida como Polca alemana, y llegó a Madrid por primera vez el 3 de noviembre de 1850, durante el reinado de Isabel II. Aquella noche se bailó por primera vez durante una fiesta de palacio donde los músicos invitados tocaron aquellos ritmos que triunfaban más allá de los Pirineos.

Esta música pronto fue escuchada por todos los madrileños gracias a la proliferación de los organillos que tocaban aquella melodía, alcanzando una enorme popularidad y convirtiéndose en el baile más castizo. Como curiosidad, decir que el organillo fue introducido por el italiano Luis Apruzzese, quién decide abrir un taller de fabricación y reparación de estos instrumentos en el barrio de la Latina, instalándose definitivamente en esta ubicación gracias al consejo del Maestro Tomás Bretón  tras una estancia previa en Salamanca.

Unas tontas y otras listas

No hay región que no disfrute de su gastronomía propia, y para estas fechas en Madrid es muy típico disfrutar de las riquísimas rosquillas de San Isidro.

Las “rosquillas tontas” tienen su origen en el medievo, y se conocen con ese nombre al estar compuestas únicamente por la masa. Por lo visto, la reina Bárbara de Braganza, esposa del rey Fernando VI, las consideraba bastante insípidas, por lo que el cocinero real decidió añadir a la receta almendras y azúcar, creando una nueva variedad conocida como “rosquillas francesas”.

Por lo visto, las “rosquillas listas” se las debemos al buen hacer de una famosa pastelera de Fuenlabrada conocida como la Tía Javiera. Ella decidió añadir azúcar y un toque de limón a la masa tradicional y muy pronto su receta fue copiada por todos los pasteleros de la ciudad.

Las “rosquillas de Santa Clara”, por su parte, fueron cosa de las monjas del Monasterio de la Visitación, quienes cubrieron la masa con una capa de azúcar glasé.

Los vecinos madrileños

En nuestras fiestas populares hay quienes sobresalen por el resto gracias a su característica indumentaria. Se trata de los chulapos y las chulapas, madrileños bien arreglados con nuestras prendas más castizas. Son vecinos del barrio de Malasaña o de Maravillas, quienes sobresalían como dice la RAE por “cierta afectación y guapeza en el traje y en el modo de conducirse”. Ellos visten sobre el pecho su chupa con un clavel en la solapa, al cuello un pañuelo conocido como babosa, y sobre la cabeza la palpusa. Ellas pasean con sus blusas y faldas de lunares, pañuelo con clavel en la cabeza y sobre los hombros un buen Mantón de Manila.

Luego están los manolos y las manolas, del barrio de Lavapiés y sus cercanías, donde tuvo muchísimo éxito poner el nombre de Manuel a los recién nacidos, pasando a ser conocido el vecindario por el resto de madrileños como el de los Manolos.

Los chisperos vivían en los barrios del norte, donde muchos trabajaban el metal en alguna de las numerosas herrerías de la zona. De las chispas candentes de la forja viene el apelativo de sus vecinos.

Madrid siempre ha sido una comarca con gran actividad rural, y a quienes habitaban las vegas y las tierras de labranza de las afueras los conocían como Isidros.


Por último, tenemos a los majos y majas, nombre del s.XVIII con el que acabó llamándose al pueblo llano de Madrid cuando se arreglaban para ir de fiesta. Goya retrató a tantos de estos individuos en sus pinturas que a su atuendo de redecilla, calzas, capote y sombrero apuntado también se le llama goyesco.

miércoles, 13 de mayo de 2015

Plaza de Legazpi: Miguel López de Legazpi.


Entrada al metro por la Plaza de Legazpi
Madrid es una ciudad llena de Historia. Sus calles y plazas reverberan el pasado de la noble Villa. Cuando caminamos por la ciudad, seamos madrileños o no, pasan desapercibidos los hombres, mujeres y hechos que dan nombre a nuestras calles, paseos y plazas. En esta nueva sección de nuestro blog queremos dar a conocer a los ilustres (o infames) personajes que componen el callejero de Madrid.

Hoy cogemos la línea 3 y nos bajamos en la famosa plaza de Legazpi, situada cerca del río Manzanares y a pocos metros del Matadero de Madrid. El lugar recibe su nombre por Miguel López de Legazpi, hijodalgo oriundo de Zumárraga (Guipúzcoa) versado en leyes por obligación paterna, que con la misma suerte que esfuerzo llegó a ser Almirante de la Mar Océana y Gobernador de la Capitanía General de las Islas Filipinas, fundando las ciudades de Cebú y Manila.

Miguel López de Legazpi.
A principios del siglo XVI, en fecha incierta, nace en el Reino de Navarra (integrado en la Corona de Castilla) Miguel López de Legazpi. Desde muy temprana edad comenzó a formarse en leyes, oficio que le valdría para desempeñar cargos administrativos en su tierra natal, y posteriormente, ser escribano en la alcaldía de Araia (Guipúzcoa). Como muchos otros, Legazpi decidió hacer las Américas en busca de mayor fortuna y prestigio. Las nuevas tierras de la Monarquía Hispánica demandaban hombres capaces para su gobierno, el de Zumárraga no desperdició la oportunidad y continuó en Indias su carrera en la Administración. En 1545 llega al Virreinato de Nueva España, donde ocupa puestos de responsabilidad en la Casa de la Moneda, al mismo tiempo, comienza a relacionarse con Isabel Garcés, hermana del obispo de Tlaxcala, con la que casará y parirá a sus nueve hijos. Su proyección fue exponencial, primero consiguió el prestigioso puesto de Escribano Mayor, y antes de la expedición que lo haría merecedor de un lugar en nuestra memoria, llegó a ocupar la dignidad de Alcalde Mayor de la Ciudad de México.

Corría el año 1559 cuando el rey Felipe II decidió encargar al virrey de Nueva España, Luis de Velasco, realizar una expedición que crease una ruta entre México y las Molucas. La obsesión por encontrar una ruta marítima segura que estableciese un comercio continuo de especias no se había conseguido hasta el momento. Todas las expediciones que habían tratado de fijar una ruta de tornaviaje hacia Nueva España habían tenido idéntico resultado, el fracaso. Desde Jofre de Loaysa hasta Bernardo de la Torre, pasando por Alvaro de Saavedra y Hernando Grijalva, una tras otra,  las expediciones vieron frustradas sus expectativas. La última de ellas, donde Ruy López de Villalobos arribó a Mindanao, y le concedió el nombre de Filipinas a las islas que antaño descubrieran Magallanes y Elcano, tuvo peor suerte. Fueron expulsados por los indígenas e intentaron refugiarse en las Molucas, donde fueron apresados por los portugueses. Además, las últimas ordenes que Villalobos le dio a Íñigo Ortiz de Retes para que trazase el derrotero de tornaviaje no pudieron ser cumplidas por el marinero, que pese a circunnavegar y bautizar la isla de Nueva Guinea, tres meses después, se veía obligado a regresar al puerto de inicio, Tidore, en las Islas Molucas.

Pero crear una ruta de las especias no era el único objetivo de Felipe II, que no escondía su malestar con un Tratado de Tordesillas que minaba la posición de la Monarquía Hispánica en las Indias Orientales. El Rey, con la excusa de rescatar a los tripulantes de la expedición Villalobos, ocultaba el objetivo principal: debilitar la hegemonía portuguesa en la zona tomando posesión de las islas que llevaban su regio nombre y fijar asentamientos estables con los que dominar el Pacífico.

Para la consecución de este ciclópeo objetivo, el Rey se fijó en Andrés de Urdaneta (ver entrada Galeón de Manila), navegante y cosmógrafo que conocía la mar Pacífica por haber sido integrante de la expedición de Loaysa. La casualidad quiso que Urdaneta fuese pariente de Miguel López de Legazpi, que como alcalde Mayor había adquirido gran experiencia, siendo reconocido como un avezado administrador que acumulaba gran acervo en logística y fiscalidad. Las notables cualidades organizativas de Legazpi provocaron que Luis de Velasco, por recomendación de Andrés de Urdaneta, le concediese la dignidad de organizar y dirigir la nueva Expedición.

Legazpi había hecho gran fortuna durante su carrera en la administración, contando con un extenso patrimonio inmobiliario. Para hacer frente al empréstito expedicionario vendió la práctica totalidad de sus bienes, consiguiendo armar cinco navíos y reclutar unos trecientos ochenta hombres , que partirían del puerto Barra de Navidad, (Jalisco) rumbo a Nueva Guinea, el 21 de noviembre de 1564. La primera de las sorpresas se produjo a las cien leguas de viaje, cuando Legazpi abrió los sobres lacrados con el emblema real: las órdenes eran arribar a Filipinas. En este momento de la travesía se fijó el nuevo derrotero. Los descubrimientos de las islas del Pacífico se sucedieron durante los noventa y tres días de expedición, destacando la isla de los barbudos (islas Marshall). Antes de tomar contacto con las Islas de Poniente, la Expedición se detuvo en la isla de los Ladrones (islas Marianas, Guam) para aprovisionarse y tomar posesión de la misma para la Corona. El cinco de febrero partían hacia las islas Filipinas, llegando a Samar (Bisayas) quince días después. Legazpi utilizó el método de colonización clásico en los nuevos territorios: desembarco e intercambio con los indígenas, establecimiento de acuerdos o pactos con los caciques locales basados en la protección y tolerancia de los nativos y toma de posesión de los nuevos territorios en nombre de la Corona. En caso de hostilidad de algún cacique indígena, como ya se hizo en la conquista de las américas, se aprovecharían conflictos entre grupos tribales o jefaturas, o entre estos y los portugueses, para sacar ventaja en las negociaciones y, si llegado el caso no hubiese más remedio, se presentaría batalla tomando el control por la fuerza de las armas. Esta fue la dinámica mientras se exploraban las Islas (Ibabao, Samar, Leyte, Limasawa, Camiguín Bohol, continuando por Mindanao, Siquijor, Negros y Cebú).

Llegada a Filipinas de la Expedición de Legazpi.
En poco tiempo la expedición dirigida por Legazpi afianzó su autoridad en la mayoría del archipiélago mediante pactos de sangre que el mismo realizaba con los caciques locales, con las salvedades de Mindanao (con población musulmana hostil) y las islas Sulu. Los pactos con los caudillos indígenas solucionaban la escasez de abastecimiento de alimentos pero los expedicionarios precisaban de una base sólida para el cumplimiento del mandato de la Corona. El lugar elegido será Cebú, con cuantiosa población y una gran reserva de alimentos para pasar el invierno. En un primer momento se encontraron con la oposición de los caciques locales Raha Tupas (el que treinta años antes le había preparado el baquete trampa a la expedición de Magallanes) y Tamuñan. La oposición se solucionó con celeridad, desplegando tres huestes y disparando los cañones contra el poblado. En las playas de Cebú, Miguel López de Legazpi, funda el primer asentamiento permanente y capital base para la conquista de las islas Filipinas, la Villa del Santísimo Nombre de Jesús y la Villa de San Miguel (actual ciudad de Cebú). Desde este emplazamiento privilegiado, Legazpi, estaba en disposición de cumplir el mandato de la Corona, afianzar la presencia de la Monarquía Hispánica en el Pacífico conquistando el archipiélago filipino (en respuesta a la expulsión de las molucas) y establecer el tornaviaje para la organización de un circuito comercial cerrado. Legazpi ordena a Andrés de Urdaneta, y a su nieto Felipe de Salcedo que  retornen a Mexico para establecer el derrotero. En 1566, la San Gerónimo, llegaba a Cebú con refuerzos y colonos para hacer efectivo el proyecto de conquista y colonización de las islas Filipinas, y establecía definitivamente el tornaviaje. 

Miguel López de Legazpi comenzó la conquista quirúrjica, isla a isla, imponiendo el sistema de encomiendas que imperaba en las américas y emulando el sistema de organización política que Felipe II le había remitido en sus instrucciones generales: cuidades dúplices, una intramuros con población española, otra extramuros formada por las poblaciones indígenas, cada zona tendría un alcalde propio (en la población extramuros el cargo de alcalde solía recaer en algún cacique local para paliar rebeliones), más doce concejales y un secretario. La dilatada experiencia de Legazpi en cuestiones de administración facilitó la implementación e implantación de las nuevas instituciones, así mismo, infundió disciplina en sus subordinados para que respetasen a los nativos so pena de muerte, dirigió las operaciones militares contra piratas y portugueses, y sorteó alguna que otra rebelión en sus filas; también estableció las bases para un comercio continuado con China, cuando rescató en Mindoro a unos esclavos chinos, forjando relaciones amistosas con la antigua Catai.

Manila intramuros
El último, y célebre, capítulo del papel de Legazpi en su expedición fue la conquista y fundación de la ciudad de Manila. En torno a 1568 recibe noticias de un próspero asentamiento musulmán dedicado al comercio en la isla de Luzón, llamado Maynilad. Legazpi no duda, y envía a dos hombres de confianza para la toma de posesión del emplazamiento, el artillero Martín de Goiti y a su nieto Juan Salcedo. Cuando los dos Marineros llegaron a Maynilad quedaron absortos por la magnitud de su puerto, acamparon en las cercanías e intentaron establecer acuerdos con los caciques de la ciudad; en las negociaciones, Goiti, hizo pensar a los líderes indígenas que la estancia de las tropas hispánicas sería corta, nada más lejos. Martín Goiti marchó con una hueste de trecientos hombres hacia las zonas del interior (Tondo) masacrando a los nativos que no se sometieran a la Corona, y siguiendo el río Pasig llegaron a Maynilad, que fue sometida por las armas. La toma de la ciudad trajo como consecuencia inmediata la rebelión de las poblaciones indígenas dirigidas por sus caciques, teniendo en jaque a las huestes hispánicas, que se vieron obligadas a construir fortificaciones, como la fortaleza de san Pablo, e incluso algunas tropas tuvieron que refugiarse en la flota situada en la bahía. La rebelión duro diez meses y se zanjó con la llegada de Legazpi, que firmó un tratado de paz con los caciques, otorgándoles el control de la futura ciudad extramuros de Manila. El 24 de junio de 1571, Legazpi se hace eco de la situación privilegiada y las posibilidades comerciales de la isla de Luzón (Nuevo Reino de Castilla), fundando la Siempre Leal y Distinguida Ciudad de España en el Oriente de Manila, que convertirá en la capital de las Islas Filipinas. Legazpi fijó su residencia en la nueva ciudad para la dirección y organización de la misma. El almirante había cumplido su misión a la perfección pero su edad era avanzada y poco después de la fundación de Manila muere el 20 de agosto de 1572.

Aquel hijo de Zumárraga que había residido en ciudad de México la mayor parte de su vida, murió en tierras lejanas, pobre, sin ingresos y desconociendo que el mismísimo rey Felipe II acababa de firmar una Real Cédula, nombrándolo Gobernador Vitalicio y capitán general de las Islas Filipinas, con una asignación aneja de  dos mil ducados. 





miércoles, 6 de mayo de 2015

Napoleón y el nacimiento de la egiptología

El 21 de julio de 1798, camino de la ciudad de El Cairo, Napoleón Bonaparte pronunció su famosa arenga: “Soldados, desde lo alto de estas pirámides cuarenta siglos os contemplan”. Sin duda, la visión de aquellas monumentales construcciones debió dejar fascinados a la mayoría de los allí presentes. Las penurias sufridas por el sofocante calor y la arena del desierto parecían pesar menos a la sombra de aquellos gigantes de piedra.  El país del Nilo se descubría ante los ojos de los europeos gracias al sudor de las tropas  francesas con el más grande de sus generales al frente. Fue en la batalla de las Pirámides, enfrentándose a los mamelucos egipcios, donde Napoleón consiguió su más sonada victoria en aquella campaña. Derrotados sus enemigos, Francia convirtió Egipto en un protectorado. Ahora sus gentes, riquezas y plazas les pertenecían al país galo, frenando las ambiciones británicas en Oriente. Pero detrás de aquellas motivaciones imperialistas también se ocultaba otro objetivo más noble: abrir el país al mundo y revelar los tesoros que ocultaba bajo sus arenas. Desde un principio, Napoleón quiso llevar consigo los logros de la civilización occidental y junto a sus soldados viajaron especialistas de todo tipo: ingenieros, historiadores, matemáticos, filólogos, botánicos, dibujantes, músicos, geólogos, químicos, zoólogos, geógrafos y médicos. Aquélla no sería sólo una expedición militar sino también una expedición científica.


Napoleón y su plana de generales en Egipto. Por el pintor academicista Jean-Léon Gérôme.


Un plan ambicioso

Hace varios días, en una de nuestras anteriores publicaciones, concretamente cuando hablamos de los caballeros de Malta, mencionábamos que Napoleón fue enviado a Egipto con el objetivo de arrebatarle aquel país a los turcos otomanos. Los franceses llevaban un tiempo planteándose aquella campaña como medio para entorpecer la hegemonía británica en Oriente. Gran Bretaña controlaba India, y el Directorio (forma de gobierno adoptada por la Primera República Francesa) necesitaba igualar las tornas en el plano geoestratégico. Convencidos por la retórica de Napoleón y por los logros que había conseguido en la reciente campaña de Italia, decidieron dar el visto bueno a aquel proyecto.

La expedición se organizó en el más absoluto secreto. Incluso los sabios que formaban parte parte de la misma no supieron cuál era su destino hasta casi el momento en el que alcanzaron las costas egipcias. En mayo de 1798, la armada de Oriente levó anclas desde el puerto de Toulon. Napoleón escogió viajar a bordo de L’Orient, cuyo nombre sin duda era todo un símbolo de aquel viaje.

La llegada a Egipto fue un rotundo éxito. Alejandría se rindió ante Napoleón, y éste decidió poner en práctica las ideas de la Revolución. Al poco de establecerse pronunció un sonado discurso (que llegó a ser incluso impreso en lengua árabe) en el que presentaba a Francia como una libertadora. Gracias a él, los egipcios podrían quitarse de encima el yugo impuesto por los otomanos. El respeto que mostró ante las instituciones locales y a la confesión islámica del pueblo egipcio dio como resultado grandes dosis de colaboración por parte de las autoridades autóctonas.

La toma de El Cairo tras la victoria en la batalla de las Pirámides permitió a los franceses asentar las bases de su poder, y pronto comenzaron a ver la luz las nuevas reformas. Por fin el papel de aquellos sabios empezaba a cobrar sentido. Con su trabajo podrían reorganizar y modernizar el país. Como base para esta misión se creó el Instituto de Egipto, un lugar concebido desde su nacimiento como sede de las ciencias y artes francesas en aquel país. Contaba con bibliotecas, laboratorios e incluso un observatorio y un jardín botánico.

Sin embargo, la aventura francesa en la tierra de los faraones no duraría demasiado. Los combates fueron extremadamente duros para los soldados. El sofocante calor, la sed y la propagación de enfermedades hicieron estragos entre la tropa. Pese a los intentos de sofocar la resistencia, muchos eran los focos donde se sufrieron sublevaciones populares, a lo que habría de sumarse el hostigamiento continuo de las partidas de guerra mamelucas. Quizá el broche final lo puso el infructuoso intento de invasión de Siria. Los otomanos habían declarado la guerra a Napoleón coaligados con los británicos. Demasiados frentes abiertos en un lugar tan distante.

En agosto de 1799 Napoleón decide abandonar Egipto poniendo rumbo a París. La Francia Revolucionaria estaba agitada por lo que necesitaba estar cerca de los centros de poder. Quedó al mando en Egipto el general Kléber, quien con su buen hacer logró controlar la situación durante algún tiempo. Su asesinato, sin embargo, terminó por desestabilizar totalmente la situación. Egipto finalmente cayó en manos británicas.

Curiosamente, la labor de los científicos franceses fue respetada. Los miembros del Instituto de Egipto negociaron duramente con los británicos, consiguiendo llevarse a Francia la mayor parte de sus investigaciones con ellos. Únicamente las grandes piezas fueron confiscadas. El último sabio abandonó Egipto en octubre de 1801.

Grabado de la Description de l'Égypte


La labor de los sabios en el país del Nilo

Un total de 167 especialistas aceptaron la oferta de poner rumbo a lo desconocido. No era la primera vez que científicos acompañaban a las tropas, pero nunca tantos a la vez. Como presentábamos al comienzo, el número de disciplinas escogidas era amplísimo, y denotaba la envergadura de aquel proyecto. Estos hombres fueron elegidos de entre los mejores de su profesión por una Comisión de las Ciencias y de las Artes creada ad hoc. La misión así lo requería. No en vano, el propio Napoleón tenía una amplia formación académica y estaba especialmente versado en los estudios de Egipto y Oriente.

Egipto fue examinado de todas las maneras posibles. Se catalogaron la flora y fauna del país, al tiempo que se analizaba su clima y se cartografiaban sus paisajes y ciudades. Se estudió la cultura, la historia y la vida cotidiana de los egipcios, tanto pasada como presente. Se construyeron todo tipo de infraestructuras como hospitales, molinos y colegios e incluso se mejoraron los obsoletos sistemas judiciales y de educación. Egipto cambiaba a pasos de gigante.

El trabajo más notable de estos sabios fue sin duda el “redescubrimiento” que hicieron del Antiguo Egipto, sentando con ello los cimientos de la egiptología. El pasado de los faraones había quedado relegado al olvido ante la pasividad de los propios egipcios quienes nunca habían hecho por estudiarlo. Fueron los estudiosos franceses quienes organizaron comisiones que viajaron por todo el país localizando los majestuosos centros religiosos como Luxor o Karnak y establecieron grandes iconos de la arqueología como las esfinges y los obeliscos. Sus escritos, libros de viajes y grabados nos muestran cómo estudiaron los cánones de belleza y la geometría de las construcciones, transcribieron cientos de jeroglíficos al papel e hicieron acopio de todo tipo de piezas que posteriormente catalogaron y almacenaron adecuadamente.

Será en 1799 cuando se produzca el hallazgo más importante y célebre de toda la expedición: la piedra Rosetta. Un fragmento de estela que sirvió de llave para comprender el significado de los jeroglíficos. El texto que en ella se recoge está escrito no sólo con jeroglíficos, sino también en lengua demótica y griego antiguo que, desde su comprensión sí permitieron trabajar con aquellos extravagantes dibujos que a todos tenían asombrados. Fue descubierta por casualidad cerca de Alejandría en mitad de unas obras y rápidamente fue trasladada a El Cairo, donde se había improvisado un museo arqueológico dentro del Instituto de Egipto.

Como ya hemos adelantado, después de tres años de trabajo, los sabios volvieron a Francia. En 1802 se creó una comisión para recopilar todas sus investigaciones, siendo publicadas finalmente en una obra de grandísima envergadura: la Description de l’Égypte. Esta auténtica enciclopedia repleta de información y dibujos permitió difundir el conocimiento sobre Egipto al resto del mundo académico. Es el primer tratado auténtico de egiptología e, incluso afamados egiptólogos como Champollion (el egiptólogo que consiguió dar significado a los jeroglíficos mediante la piedra Rosetta), se sirvieron de él gracias a la cantidad de información e ilustraciones que contiene. Incluso hoy sigue teniendo un valor incalculable, puesto que mucho de lo que recoge ya no existe físicamente.

La marcha de las tropas francesas de Egipto no supuso la ruptura definitiva entre ambos países. Francia acabará apoyando al nuevo gobierno que tomará definitivamente el mando, permitiendo a los estudiosos franceses seguir gestionando el formidable patrimonio arqueológico egipcio. Esta unión se sellará con la entrega de uno de los obeliscos más formidables de todos: el monolito oriental de la pareja que el faraón Ramsés II levantó en el templo de Luxor. Su silueta en la plaza de la Concordia sigue dejándose ver en la hermosa ciudad de Paris como símbolo mudo del redescubrimiento de Egipto.